Cada vez que iba a la pequeña y
encantadora ciudad situada en la falda de la montaña que abriga al
monasterio, no perdía la oportunidad de visitar a Lorenzo el elegante
zapatero, amante de los libros y de los vinos. Remendar cuero era su
oficio; coser ideas, su arte. No siempre lo encontraba pues su taller
funcionaba en horarios aleatorios. En aquel día, ya al final de la
tarde, me alegré al ver su antigua bicicleta recostada en el poste al
frente del taller. Buena señal. El buen amigo me pidió que lo esperara
un poco mientras terminaba un trabajo y, en seguida, nos dirigimos a una
silenciosa taberna en busca de buena prosa y una copa de vino. Pidió un
pedazo de queso de marca famosa para acompañar el vino al mesero que
nos atendió. De inmediato repliqué al recordar que el dueño de aquella
conocida empresa de productos lácteos había sido condenado por un crimen
gravísimo. Le dije que no me sentía a gusto en comer aquella marca de
queso y le sugerí que pidiésemos otra cosa. Intrigado el artesano
preguntó: “¿Comer del queso te hará cómplice del crimen”? Respondí que
no iría a confabular con actitudes ultrajantes y añadí que actuaba de
acuerdo con mi consciencia. Él me miró con bondad antes de decir: “Sí,
debemos actuar siempre en sintonía con nuestras mejores razones. No es
bueno cuando esto no sucede. Sin embargo, permitir la expansión de la
consciencia más allá de los condicionamientos sociales y culturales,
será siempre un ejercicio de transformación y ligereza. No obstante, la
pregunta que debemos hacernos es: ¿Qué sentimiento me mueve? Ya que
definimos quienes somos de acuerdo con nuestras elecciones”.
Respondí que el deseo de hacer justicia me hacía tomar aquella decisión.
Lorenzo refutó con una nueva pregunta: “¿El sujeto ya no cumple la pena
impuesta por una sentencia condenatoria aplicada por un juez de
derecho? Toda sociedad es regulada por un conjunto de leyes que
establecen derechos y deberes; reglas y límites objetivando la buena
convivencia”. Lo interrumpí alegando que muchas leyes son injustas,
algunas demasiado rigurosas, otras demasiado indulgentes, sin mencionar
las que benefician a determinados grupos en detrimento de otros. “Es
verdad”, concordó el zapatero y agregó en seguida: “Sin embargo, toda
legislación refleja el punto de evolución de una sociedad, la cual sólo
avanza a medida que se multiplican las transformaciones personales.
Imponer cambios sin la debida concientización se asemeja a un edificio
sin cimientos; no se sustenta. Cada cual debe actuar como fiel retrato
de la sociedad que desea. Las leyes, naturalmente con algún atraso,
llegarán como consecuencia de los avances; es decir, cambiamos la
sociedad según la exacta medida de nuestras transformaciones
individuales”.
Insistí en que mi rechazo a aquella marca de queso
demostraba mi insatisfacción con relación a la conducta criminal del
propietario de la marca. El artesano volvió a argumentar: “La frontera
entre la barbarie y la civilización es la ley. Al inicio de los tiempos
la ausencia de ley llevaba a excesos e injusticias. En la actualidad ir
más allá de los parámetros legales causa los mismos daños y trae en
contrapartida el odioso comportamiento de hacer justicia con las propias
manos, al poner en duda la eficacia de la ley. Esto no es nada más que
venganza”, intentó explicar Lorenzo.
“La diversión de los
domingos en la Edad Media era asistir a la plaza de la ciudad al
ahorcamiento de un infeliz cualquiera y como si la horca y la muerte no
fuesen suficientes, el infeliz era obligado a andar hasta el cadalso en
medio de la multitud. La turba ansiosa por la desgracia ajena, ofendía,
lanzaba comida podrida, escupía, agredía a golpes y pedradas en
catarsis, movida por una sombra colectiva enorme. La gran mayoría de las
veces no se conocía el motivo de la condena y, aún peor, las razones
que motivaron al sujeto a hacer lo que hizo o si era inocente”. Sorbió
un poco de vino y prosiguió: “En el caso de la empresa de productos
lácteos, ¿el sujeto ya no fue condenado de acuerdo con las leyes
vigentes? ¿Ya no está encerrado en una jaula humana absurda? ¿Tienes
idea del sufrimiento de ese hombre? Como si no bastara, quieren destruir
todo lo que con él se relaciona. ¿Percibes el deseo sin límites de
castigar al otro? Más allá, existe la intención de destruir a la
persona, o lo que sobró de ella”. Hizo una pequeña pausa y concluyó: “La
diferencia entre venganza y justicia es la dosis de amor contenida en
la decisión”.
Argumenté que yo poseía un código moral propio en
el cual era indispensable la lealtad a los valores éticos. El artesano
me miró con bondad y dijo de forma serena: “Comúnmente confundimos moral
con moralismo. El moralismo trae la inflexibilidad en la adecuación de
los notables conceptos de comportamiento contenidos en la moral, al
impedir el debido análisis exigido en cada hecho. El moralismo es cuando
alimentamos la moral con nuestras sombras. Para que la moral no se
vuelva un azote que maltrata indiscriminadamente es necesario que
siempre esté revestida con los nobles sentimientos del amor y sus
variantes: el perdón, la misericordia, la compasión y la paciencia
además de la humildad, es obvio, o la Edad Media aún permanecerá en
nosotros. El amor es el elemento que eleva la moral al nivel de la
dignidad”.
“Boicotear la fábrica del sujeto hasta la quiebra
sería imponer una pena más allá de la pena, pues también afectaría a
centenas de funcionarios que sufrirían por la condena del desempleo, sin
tener cualquier relación con el hecho criminal. Relegar a la familia
del infractor al destierro moral y financiero como si fueran coautores
es, igualmente, ir más allá de la pena, afectando a terceros inocentes”.
“Las consecuencias de la pena deben ser personales e intransferibles.
Fuera de esto, serán actos arbitrarios fundamentados en lo absurdo del
moralismo y en el sentimiento salvaje de la venganza. Todo esto es muy
violento y hasta puede convertirse en un mal mayor que el propio crimen
practicado”.
Aún no satisfecho, le dije que comer de aquella
marca de queso era ser permisivo con el crimen practicado. Lorenzo abrió
los ojos espantado y replicó de repente: “De ninguna manera. ¿Por qué
desperdiciar la oportunidad de ofrecer la otra cara? ¿Por qué negarse a
dar otra oportunidad? ¿Por qué es necesario mantener vivo el obsoleto
concepto bélico y anticuado de ‘tierra arrasada’? ¿Percibes que estás
confundiendo crimen y criminal con tu repudio?”.
Dije que no
entendía a dónde quería llegar y el buen zapatero intentó explicar: “El
mal tiene que ser combatido con la firmeza necesaria en cada caso, sin
ninguna complicidad, no resta la menor duda. Sin embargo, el malhechor
necesita ser ayudado para que sea capaz de iluminar sus propias sombras.
¿Percibes que la batalla de él es, en esencia, la misma mía o tuya,
cada cual en la dimensión de los propios errores? Todos nos hemos
equivocado alguna vez y lo continuaremos haciendo. El error hace parte
del aprendizaje y del proceso evolutivo, por tanto son indispensables
nuevas e incontables oportunidades. Recomenzar es siempre una ley
inmutable de la Luz. Cabe a una sociedad moderna establecer y mejorar
las condiciones para eso. La destrucción del otro equivale a la condena
eterna, actitud intimamente ligada a las sombras, resquicio del
salvajismo que todavía habita en nosotros”.
Bajé los ojos y, en
silencio, recordé mi pasado como una película rodando rápidamente. Sin
duda estaba muy agradecido por las innumerables oportunidades que había
tenido para recomenzar o de lo contrario no estaría allí. Sin nuevas
oportunidades el planeta sería un desierto de hombres y mujeres. El
artesano percibió mi aflicción y me ayudó de forma dulce: “Desafío a
cualquiera a abrir el Código Penal y anotar de manera sincera todos los
delitos que ya practicó y las veces en que reincidió; que aplique a cada
acto la pena mínima impuesta y después sume. El mejor de nosotros
tendrá muchos años de cárcel por cumplir”. Recordé que el Viejo ya había
hecho ese ejercicio en el monasterio, una lección de humildad que él
denominaba “Espina en la Carne”, para que recordáramos nuestras propias
imperfecciones antes de señalar las ajenas.
Lorenzo finalizó:
“Nuestras sombras, siempre en la ilusión de protegernos, nos hacen
creer, inconscientemente, que si construimos una imagen deplorable del
otro nos sentiremos mejores. Así, nos engañan y dificultan la inevitable
marcha. Al desviar la mirada para los tropiezos ajenos, en vez de ver
nuestras propias limitaciones, huimos del buen combate. No, no seremos
mejores por creer que el otro es peor. Combatir el mal siempre será
trabajo de todo andariego del Camino, comenzando por iluminar la
oscuridad que se esconde en nuestras entrañas. Entender esto es
conocerse con sinceridad, iniciando la indispensable metamorfosis que
abrirá las alas para el fantástico vuelo hacia las Tierras Altas del Ser
donde habita la paz”.
Acepté con buen agrado el queso que trajo
el mesero y aprecié su excelente sabor. Levantamos la copa y Lorenzo
hizo un brindis: “¡Qué podamos ser al mismo tiempo jardinero y flor,
sembrando y embelleciendo el bonito jardín llamado Tierra!”.
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