sábado, 1 de abril de 2017

Abrazando las Sombras




A todos los discípulos de la Orden se les había avisado que, en breve, uno de nosotros sería consagrado monje en ceremonia permitida sólo a los iniciados. No tuve dudas de que yo sería el escogido. Aunque no era el alumno más antiguo, era el más cercano al Viejo, como cariñosamente llamábamos al decano del monasterio. La ansiedad se apoderó de mí, me sentía orgulloso; permanecí sin dormir algunas noches imaginando como sería el ritual de pasaje, tan comentado de discípulo a monje en los corredores, hasta que llegó la noticia de que el aprendiz que sería consagrado era otro. Lo que parecía ser día se volvió noche. La brisa agradable que me acariciaba el ego se volvió una violenta tempestad, capaz de barrer mis mejores sentimientos hacia un lugar tan distante que tuve la sensación de que nunca más los encontraría.
Los celos me convencieron de que aquella decisión era injusta. La envidia llegó para  avisarme que la vida era así, injusta por naturaleza. Para empeorar, el escogido para convertirse en monje había sido el aprendiz con quien yo más debatía y combatía en las clases de filosofía y de metafísica. La tristeza me cubrió con un espeso velo para secretear que buenos sentimientos son frutos del árbol de la ingenuidad: un cordero no sobrevive en medio de lobos. Sí, yo era la víctima perfecta.
Pasé algunos días ponderando la posibilidad de desvincularme de la Orden. Estaba convencido de que era una pérdida de tiempo insistir en un sueño que no encontraba respaldo, ni siquiera entre aquellos en quienes yo más confiaba. Irritado, evaluaba si debía hacer un discurso para desenmascarar la farsa o si salía en silencio, sin aviso, a manera de protesta. Al atravesar el jardín interno del monasterio vi al Viejo cuidando de las flores. Intenté evitarlo. No sirvió de nada. Al percibir mi presencia, sin darse la vuelta, me pidió que me aproximara. Guardó las pequeñas herramientas en el bolsillo de la túnica y me pidió que lo acompañara hasta su pequeña sala de trabajo. A solas, me sirvió una taza de té y dijo: “Yoskhaz, abre tu corazón”.

Le respondí secamente que estaba bien. No, yo no daría mi brazo a torcer. Mi indignación sería silenciosa y si él tenía alguna consideración por mi, que descifrara  mis emociones. Me miró con dulzura y dijo: “Los celos, la envidia y el odio nunca serán buenos consejeros”. Argumenté que él estaba equivocado, pues tales sentimientos no hacían parte de mi personalidad y que hacía mucho habían sido superados. El Viejo se mantuvo paciente y dijo: “Por nuestras entrañas corren todo tipo de sentimientos. Los mejores y los peores. Hace parte de la naturaleza humana, no hay excepción. No obstante, lo que hacemos con ellos define quienes somos y el destino próximo”.
Insistí diciéndole que estaba equivocado con relación a mí pues tales sombras no me habitaban, aunque las reconocía en otros, y confesé que me incomodaban mucho. El monje respondió: “Incomodan por el simple hecho de identificarlas, inconscientemente, en sí. Al pasar al nivel de la consciencia la postura es de humildad y compasión para con todos”.
Lamenté el hecho de que él no me hubiera conocido mejor, a pesar del largo periodo de convivencia. El Viejo respondió sin alterar la serenidad que lo caracterizaba: “¿Percibes que tu reacción demuestra cuánto te desconoces a tí mismo? El proceso de autoconocimiento es el primer escalón para alcanzar la armonía y el equilibrio del ser. El primer portal del Camino es el encuentro consigo mismo. Cuando conseguimos conocernos realmente nos hacemos íntimos de nuestras sombras. Esta complicidad sirve no para alimentarlas, sino todo lo contrario, para identificar su manifestación cada vez más temprano lo que hace posible iluminarlas. Así, dada la rápida intervención, poco a poco, las sombras perderán la fuerza de influir en nuestras elecciones”.
“Fingir que las sombras no nos habitan es muy peligroso. Al negarlas, les concedes  permiso total para que se muevan y se apoderen de tu ego, agrandándolo, en ruta equivocada con relación a la verdad. Serás dominado sin percibir, de manera furtiva, pues su mejor truco es convencerte de que existen tan sólo en los otros. Ellas nos ilusionan, nos hacen confundir amor con celos; justicia con venganza; derecho con egoísmo; humildad con humillación; éxito con ganancia; victoria con dominación. Pensamos que estamos inmunes a sus artimañas, fuera del alcance de sus garras. Placentero engaño. Entonces, inevitablemente, somos llevados a escoger de manera errada posponiendo el proceso evolutivo. Por otro lado, al percibir todo esto, iniciamos la gran batalla de la vida: iluminar las propias sombras para después transmutarlas”.
Quise saber cómo funcionaba ese proceso de iluminar y transmutar las sombras. El Viejo arqueó los labios con una leve sonrisa y me explicó: “Digamos que alguien ha recibido un premio y que imaginaste ser el merecedor. La primera reacción es sentirte agraviado y estancarte en lamentos y quejas. El andariego que ya inició el proceso de autoconocimiento hace un análisis sincero, libre de emociones, para evaluar si de hecho, su trabajo era superior al del premiado. Si no lo era, entiende en cuáles atributos necesita mejorar para que en otro momento le sea ofrecido el reconocimiento y aunque  éste no venga, él aprendió y avanzó. Así, se vuelve un sujeto mejor. Este es el gran premio”. Hizo una pausa y prosiguió: “Por otro lado, si está convencido de que por su trabajo era el merecedor, simplemente atribuye el error a las imperfecciones humanas de juicio y en su interior sigue en paz consigo mismo, pues el andariego no necesita de los aplausos del mundo para sentirse pleno”.
El ejemplo se parece mucho a mi caso por lo cual estoy contaminado, le dije. El Viejo fue paciente: “Imagínate una situación en la cual tu novia tiene actitudes que te provocan celos. Aconsejado por las sombras, la reacción más primitiva es el intento de controlar, reprimir o modificar a la joven para que se comporte según los parámetros que consideras adecuados. Así surgen los conflictos y el sufrimiento, pues nadie tiene el poder o el derecho de modificar a nadie. Insistir en ese comportamiento es alimentar las sombras y el dolor. Al identificar los celos, la primera actitud del andariego es profundizar en sí mismo para analizar si lo que siente está amplificado por situaciones traumáticas del pasado o por heridas abiertas de otras relaciones que sangran silenciosamente, reflejadas en reacciones desproporcionadas e inadecuadas; o tal vez por inmadurez. Percibes que lo que lo hace sufrir está mucho más dentro que fuera de él. Entonces es hora de iniciar el proceso de cura para tener una vida más serena y justa. Por otro lado, si el comportamiento de la novia está en contra de la convivencia saludable, el andariego sabe que las transformaciones sólo ocurren mediante la ampliación del nivel de consciencia y no por voluntad ajena. De está manera, le desea de corazón toda la felicidad del mundo y sigue en frente, libre y en paz”.
El Viejo hizo una pausa y prosiguió: “Sería posible citar innumerables ejemplos,  expuestos de manera sencilla. ¿Percibes que en ambos casos el andariego no alimentó ni permitió que las sombras lo manipularan? Por el contrario, las sombras le sirvieron como indicador del perfeccionamiento que aún le falta, o le permitieron ofrecer lo mejor de sí en las lecciones ya aprendidas. Nunca lo olvides: lo que nos define es tan sólo la manera como reaccionamos ante los conflictos”. Hizo otra pausa y concluyó: “Créelo, siempre podemos elegir entre el sufrimiento y la paz; siempre podemos hacer diferente y mejor”.
Una rabia incontrolable se apoderó de mí. Le dije que sabía quien era, que nadie me conocía mejor que yo a mí mismo. Solté todo mi dolor por el hecho de no haber sido el escogido para la próxima iniciación de la Orden. Defendí la tesis de la injusticia. Hablé sin parar, repitiendo los mismos lamentos varias veces. Hablar me ayudaba a exorcizar mi sufrimiento pues a medida que oía y oía mis propias palabras, comencé a entender que ellas revelaban quien era yo en verdad. Eran palabras pesadas como los sentimientos que las revestían. Lentamente, mi consciencia me decía que aquello no era lo que yo deseaba para mí. Mi alma me susurraba que aquel discurso era incoherente con  mi búsqueda. Necesitaba que la verdad floreciera en mí.
No fue fácil admitirlo. El Viejo me escuchaba en profundo silencio y sus ojos transbordaban involuntaria misericordia, lo que al inicio aumentó aún más mi odio, haciendo con que yo subiera el tono de la voz. Él se mantuvo impasible. A medida  que  expresaba los desatinos que venían a mi mente me  fui dando cuenta de que toda aquella piedad en la mirada del monje no tenía la intención de humillarme o hacerme sentir menor. Era amor. Un amor puro e incondicional que al verme sufrir deseaba mi bienestar, pues entendía lo que yo sentía. Su mirada era humilde y transmitía que él ya había pasado por aquella situación.
En aquel instante percibí que no debía avergonzarme o culparme por lo que sentía. Todos, tarde o temprano, atraviesan esa puerta. Percibí que estaba dificultando la cura en la medida que escondía mi dolor. Entendí también cuán distante aún estaba de dónde pensaba ya haber llegado. Aquella catarsis reveló mi alma desnuda ante el perfecto espejo: se había rasgado el disfraz del ego. La máscara que mostraba un personaje al mundo, una persona que nunca fui, con virtudes que todavía no dominaba, había caído. Todo aquello no se sostenía más. Mostrarle a la sociedad una fuerza, un poder y capacidades que no hacían parte de mí tan sólo demostraba toda mi debilidad y miedo. Era el momento de construir lo que siempre deseé ser, sin ilusiones, lejos de la farsa que yo mismo monté durante toda la vida para engañarme a mí mismo. Lloré hasta que mis lágrimas se secaron.
Permanecimos un largo tiempo sin decir palabra. Quebré el silencio para admitir que todos en el monasterio tenían razón: yo todavía no estaba listo para el próximo paso. Mi reacción lo demostró. También le dije que me empeñaría al máximo, no con la intención de volverme monje sino para construir, de hecho, quién quería ser. Todo es causa y consecuencia. El Viejo sonrió y reveló: “En este momento acabas de poner el pie en el Camino. ¡Bienvenido!”.
Me dió un fuerte abrazo. Le agradecí por haberme hecho entender el momento por el cual pasaba. Me ofreció una linda sonrisa y dijo: “No me agradezcas a mí sino a las sombras. En vez de luchar con ellas, abrázalas. Nunca las pierdas de vista para que puedan ser vigiladas y educadas. Ellas son el contrapunto, la demarcación de los obstáculos que deben ser superados. Son la exacta medida de lo que nos falta para la integridad, la libertad, la plenitud y la paz”.

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