Ocultos en las profundidades de lo desconocido, tres seres silenciosos tejen la interminable trama del destino humano. Se les llama las Hermanas, conocidas en la mitología como las Furias o las Parcas que incesantemente trenzan entre sus dedos un delgado hilo, el hilo de la vida, que un día deberá ser tejido para convertirse en veste viva: la túnica de la exaltación del Rey Sacerdote.
Los místicos y filósofos del mundo han conocido dicha veste de modos diferentes. Para algunos es el sencillo traje amarillo del Budismo. Para los antiguos judíos era símbolo de la túnica del gran sacerdote, para otras religiones cambia quizá el color aunque jamás el significado, es la Veste de la Gloria del Señor. Para los hermanos Francmasones, azul y oro - la Estrella de Belén -, la veste nupcial del Espíritu. Tres Hadas tejen la trama de esta veste viva, pero el hombre mismo es el creador de sus Hadas. La triple trama de pensamiento, acción y deseo lo sujetan al penetrar en el sagrado lugar donde trata de ser admitido: la hermética logia; aunque, después, ese mismo hilo sirva para tejer espléndida cobertura cuyos purificados pliegues cubran la sagrada chispa de su ser.
Todos queremos vernos cuidadosamente vestidos. Las túnicas de terciopelo y armiño eran y aún quizá son conocidas como símbolos de rango y gloria; pero ha habido demasiadas capas de armiño que no han hecho otra cosa que cubrir corazones desiertos, y demasiadas coronas han descansado sobre frentes de tiranos. Es que ésos son símbolos materiales de cosas terrenas que, en el mundo de la materia, con excesiva frecuencia son colocadas equivocadamente, sirviendo de símbolo de cosa que no es. La verdadera túnica de la coronación, según el patrón del cielo, es la túnica de gloria, la veste sobria del Maestro Francmasón; no pertenece al mundo material, porque ella se refiere a su desarrollo espiritual, a su comprensión más profunda y a su vida consagrada. Las vestiduras del gran sacerdote del tabernáculo no eran sino símbolos de sus propios cuerpos que, purificados y transfigurados, daban gloria a la vida que cubrían. El sonido de los cascabeles de plata que tintinean con inacabable armonía desde el borde de sus vestiduras, representaba una vida armoniosa, mientras que el pectoral que descansaba entre los pliegues de la capilla, reflejaba en las facetas de sus gemas los destellos de la celeste verdad.
Hay otra vestidura inconsútil que, según nos cuentan, a menudo la usaban los antiguos hermanos en los días de los Esenios, cuando el monasterio de los humildes Nazarenos se levantaba en medio de la silenciosa grandeza de las laderas del Monte Tabor, reflejándose en las inescrutables aguas del Mar Muerto. Esa veste de una sola pieza estaba y sigue tejida con la retorcida trama de la vida humana, la que, una vez purificada por rectas motivaciones y correctas vivencias, se convierte en sutilísima trama de áurea luz, que sirvió y sigue sirviendo para tejer la purificada veste de los cuerpos regenerados, al igual que el blanco mandil de piel de cordero sirve de emblema a los puros, los sinceros y los inocentes. Tales son los requisitos del Maestro Francmasón, que se impone la renuncia para siempre a las pompas de este mundo y a las vanidades, tratando de usar la inconsútil túnica del alma, la que le da a conocer como Maestro consagrado y consumado.
Con los ojos de la imaginación podemos ver todavía a los humildes Nazarenos con su modesta túnica blanca, traje que ningún regio rescate podría pagar. Esa túnica ha sido tejida con los actos de la vida diaria, en que cada hecho representa una interminable trama, blanca o negra, según los motivos que inspiren nuestras acciones. Como el Maestro Francmasón debe sólo laborar de acuerdo con sus votos, lentamente teje esa modesta túnica valiéndose de la transformada energía de sus propios esfuerzos. Es la blanca túnica que debe ser usada bajo la veste ceremonial y cuya llana superficie lo santifica, preparándolo para usar las túnicas de gloria, únicamente posibles de llevar con verdadera dignidad sobre los inmaculados e inconsútiles trajes de su propia vida.
Cuando ese momento llega y el candidato ha cumplido su tarea, cuando purificado y regenerado llega al altar de la sabiduría, es verdaderamente purificado por el fuego de la radiante llama que arde dentro de su ser. De él emanan torrentes de luz, y una inmensa aura multicolor lo baña con su irradiación. La sagrada irradiación de los dioses ha hallado su lugar de descanso en él, y, a través de él, renueva su amistad con el hombre. Hasta entonces no es un verdadero Francmasón, es decir, un hijo de la luz. Esa maravillosa veste de la cual todas las túnicas de la Tierra son nada más que símbolos, está hecha con las más altas cualidades de la naturaleza humana, con los más nobles ideales y con las más puras aspiraciones. Su posesión sólo es posible por medio de la purificación del cuerpo y un desinteresado servicio a los demás en nombre del Creador.
Cuando el Francmasón personifica esos poderes en sí mismo, surge de él una maravillosa estructura de viviente fuego, semejante al que rodeara al Maestro Jesús, en el instante de Su transfiguración. Ésa es la Túnica de la Gloria, la veste Azul y Oro que, brillando como una estrella de cinco puntas, anuncia que el Cristo ha nacido dentro de ella. El hombre, entonces, se vuelve de veras un hijo de Dios; irradia de las profundidades de su propio ser los rayos de luz que constituyen la verdadera vida del superado.
Ese espiritual destello arranca de la muerte a los corazones heridos que por largo tiempo yacían helados. Es la viva luz que ilumina a aquellos que aún yacen sepultados bajo las tinieblas del materialismo. Es el poder que resucita mediante el vigoroso lazo de la garra de león. Es la Gran Luz que, buscando siempre la chispa de sí misma dentro de todas las cosas vivientes, resucita muertos ideales y silenciadas aspiraciones mediante el poder de la Eterna Palabra del Maestro.
Entonces ese Maestro Francmasón se convierte en luminar, en ese león simbólico que bajando a la tumba cristalizada, levanta al Constructor inanimado, arrancándolo de la muerte, con la garra de Maestro.
Tal como el sol fertiliza las semillas hundidas en la tierra, así el Hijo del Hombre, refulgiendo con divina luz, irradia de su propio ser purificado místicos destellos de luz redentora que fertilizan las simientes de la esperanza, la verdad y de una vida más noble. El desaliento y el dolor a menudo derriban el templo, sepultando bajo sus ruinas la verdadera razón de ser y los más altos motivos de vida.
Así como la gloriosa túnica del sol
(símbolo de todo lo que vive), baña y calienta la creación con sus fulgores, así la misma túnica, al envolver todas las cosas, cobija y preserva con su luz y con su vida. El hombre es un dios en potencia, y, tal como aparece en los místicos mitos de Egipto, él va siendo modelado en la rueda del alfarero. Cuando su luz surge para levantar y preservar todo a su alrededor, entonces recibe él la triple corona de la bondad, y se junta a la multitud de Maestros Francmasones que, con sus vestes azul y oro, se hallan empeñados en tratar de disipar las tinieblas de la noche con la luz que debe irradiar de toda Logia Masónica.
Incesantemente las Furias hilan la trama del destino humano. A través de las edades, por encima de las urdimbres del destino, se vienen tejiendo las vivas vestes de lo sublime. Algunas son ricas en luminosos colores y maravillosa calidad, otras son opacas y deshilachadas antes de que dejen el telar de su origen. Todas, sin embargo, son tejidas por esas tres Hermanas - pensamiento, acción y deseo -, con las cuales el ignorante construye muros de barro y losetas de cieno entre el error y la verdad; en tanto que los puros de corazón tejen con esas radiantes tramas, vestes de purísima belleza.
Todos podemos desear, aunque no conseguir, el detener esos dedos incansables que tejen la trama; pero sí podemos cambiar la calidad de materiales que son usados. Si diéramos a las tres eternas tejedoras sólo materiales de nobleza y verdad, el trabajo de sus manos sería perfecto. El tejido que ellas urden puede ser de color rojo, teñido con la sangre de los otros, u oscuro como las incertidumbres de la vida; pero si resolvemos ser veraces, podríamos restaurar su pureza y tejer con ella la inconsútil veste de una vida perfecta. Tal es el más deseable don del hombre en el altar del Altísimo, y tal es su ofrenda suprema al Creador.
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