domingo, 30 de abril de 2017

La Semilla...



Caminaba por las montañas de Arizona junto a Canción Estrellada, el chamán que tenía el don de usar la música para perpetuar la sabiduría de su pueblo, cuando paramos en una pequeña planicie con una vista encantadora. Él extendió su manto de colores en el suelo, encendió la inconfundible pipa con hornillo de piedra roja y me pidió que preparara la hoguera. Después entonó con su tambor de dos faces una sentida canción ancestral en la cual pedía protección para nunca abandonar ‘el lado asoleado del sendero’. Permanecimos un tiempo sin pronunciar palabra, el cual no puedo precisar, como viajantes en el mundo de las ideas hasta que el chamán quebró el silencio: “Hay muchos elementos en la naturaleza que considero sagrados por el simbolismo que representan. El nacimiento del sol por la importancia de la luz en nuestras vidas; el vuelo del águila porque me enseña a ver todas las cosas desde lo alto; las estrellas para recordar que existen otros mundos además de este; el cambio de estaciones por la lección de la renovación de los ciclos; la mariposa por hacerme ver que la oruga puede tener alas; el río para no olvidar que todas las aguas un día llegan al mar. No obstante, nada me encanta tanto como la semilla”. Dio una bocanada y prosiguió: “En fin, hay lecciones por todas partes. Lo sagrado se mezcla con lo mundano a la espera de ser revelado”. Cuando iba a interrumpirlo para preguntarle sobre la semilla, la conversación cambió de curso. Él dijo: “Así como la magia aguarda el momento del hechicero”.

Jamás




Estábamos en el tren. El Viejo y yo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo del monasterio, íbamos en demorado viaje rumbo a una renombrada universidad donde él daría una conferencia. Aproveché la oportunidad para cuestionarlo sobre las dificultades del perfeccionamiento personal. Sugerí la existencia de un manual más sencillo que nos orientara en el Camino, pues los textos sagrados eran demasiado complejos y, a menudo, poseían interpretaciones herméticas y codificadas. El Viejo levantó los hombros y dijo: “No hagas a los otros lo que no quieres que te hagan a ti”, hizo una pequeña pausa para que yo reflexionara un poco sobre lo que acababa de decir y concluyó: “Todo perfeccionamiento del ser consiste en vivir esa lección mayor. ¿Quieres algo más sencillo que eso?”
Comenté que todo se me hacía muy complicado, pues siempre hay un ejercicio de posibilidades entre luz y sombras. El Viejo refutó: “Por eso todas las elecciones son sagradas. Ellas definen quiénes somos. Por lo tanto, presta siempre atención: cada gesto o palabra es semilla de discordia o de paz”. Dije que entendía, pero le confesé que tenía dificultad y que necesitaba de ayuda. El monje guardó silencio durante algún tiempo y dijo: “Existe el Manual del Andariego”, tomó una pequeña pausa y complementó en tono travieso, evidenciando el buen humor que lo caracterizaba: “Está destinado a los niños”. Reímos. Claro que tal libro no existe. Sin embargo, yo lo provoqué y le pedí que me facilitara las cosas. El Viejo, siempre generoso, prosiguió: “Presta atención a la Regla del Jamás. Es como las señales que protegen al conductor en la carretera”:

martes, 18 de abril de 2017

LA PENA MÁS ALLA DE LA PENA



Cada vez que iba a la pequeña y encantadora ciudad situada en la falda de la montaña que abriga al monasterio, no perdía la oportunidad de visitar a Lorenzo el elegante zapatero, amante de los libros y de los vinos. Remendar cuero era su oficio; coser ideas, su arte. No siempre lo encontraba pues su taller funcionaba en horarios aleatorios. En aquel día, ya al final de la tarde, me alegré al ver su antigua bicicleta recostada en el poste al frente del taller. Buena señal. El buen amigo me pidió que lo esperara un poco mientras terminaba un trabajo y, en seguida, nos dirigimos a una silenciosa taberna en busca de buena prosa y una copa de vino. Pidió un pedazo de queso de marca famosa para acompañar el vino al mesero que nos atendió. De inmediato repliqué al recordar que el dueño de aquella conocida empresa de productos lácteos había sido condenado por un crimen gravísimo. Le dije que no me sentía a gusto en comer aquella marca de queso y le sugerí que pidiésemos otra cosa. Intrigado el artesano preguntó: “¿Comer del queso te hará cómplice del crimen”? Respondí que no iría a confabular con actitudes ultrajantes y añadí que actuaba de acuerdo con mi consciencia. Él me miró con bondad antes de decir: “Sí, debemos actuar siempre en sintonía con nuestras mejores razones. No es bueno cuando esto no sucede. Sin embargo, permitir la expansión de la consciencia más allá de los condicionamientos sociales y culturales, será siempre un ejercicio de transformación y ligereza. No obstante, la pregunta que debemos hacernos es: ¿Qué sentimiento me mueve? Ya que definimos quienes somos de acuerdo con nuestras elecciones”.

domingo, 16 de abril de 2017

La Mágia de las Palabras...




Todos somos magos y la palabra es el principal ingrediente del calderón. A través de lo que se dice o se escibe podemos invitar a la gente a danzar, sembrando alegría y esperanza o podemos construir muros, difundiendo odio y miedo. Este es el poder y él es tuyo. De esta manera, cada manifestación se vuelve un acto de mágia y define el tipo de mago que escogemos ser.
Desde tiempos remotos se enseña que la palabra tiene poder. Cada palabra contiene en sí una idea. Diversas culturas enseñan valiosas lecciones sobre el cuidado que debemos tener con la palabra.
El cristianismo manifiesta que las palabras revelan lo que cada uno tiene en el corazón. Ellas son la exacta medida del nível de consciencia de quien las emite.
Los cabalistas narran una bella historia en la cual un profesor, para corregir a un alumno que difamó a su compañero, le pidió que escribiera la ofensa en un pedazo de papel. Después el profesor determinó que la rasgase en muchos pedazos y los soltara en un lugar asotado por una fuerte ventisca y que recogiera todo nuevamente. Imposible, respondió el agresor pues ya no sabía en donde habían quedado los pedazos dispersos y perdidos. Así sucede con nuestras palabras, dijo el bondadoso profesor, después de dichas ya no nos pertenecen más e ignoramos cuál será su destino.
– Presta atención antes de hablar. Escucha a todas las partes involucradas, en toda discordia hay como mínimo dos versiones, más allá de la verdad!
– Pondera qué sentimientos te mueven: odio, celos, venganza, envidia o amor y paz.
– Otra precaución que debemos tener es el de no disfrazar el deseo de venganza con el manto de la justicia. A menudo, bajo el falso pretexo de un acto noble, ocultamos y dejamos escapar nuestros más densos y sombríos sentimientos.
– Se claro y objetivo con tus palabras. No es no; sí es sí. Expon tu manera de pensar serenamente y respeta la opinión ajena, contraria a la tuya. Que tu corazón nunca se olvide de que la buena semilla no se pierde y que, en el momento oportuno, germina.
– Las más sabias palabras caen al avismo si no son el espejo de las actitudes de quien las dijo.
– Se siempre sincero y nunca finjas afecto; sin embargo, recuerda que el amor es la fuerza más poderosa que existe. El amor es la materia prima de todos los milagros. La palabra trae luz a los ciegos.

Las Herramientas del Amor...




Cuando el Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, entró a la agradable biblioteca del monasterio, yo estaba inmerso en la reflexión de un trecho del libro de parábolas de Rami. El monje retiró un libro del estante y se acomodó a mi lado en una confortable poltrona. Reparé que era el milenario Tao Te Ching, El Libro del Camino y de la Virtud, de Lao Zi. Como estábamos solos en la biblioteca osé poner tema. Le comenté que casualmente leía un libro que también abordaba el valor de las virtudes y, además de enaltecer el coraje como una de ellas, sentenciaba que ‘el amor es para los fuertes’. El monje con su voz siempre suave, fue lacónico en su comentario: “Sí, es verdad”. Discrepé bajo el argumento de que el amor, dada su importancia, estaba a disposición de todos indiscriminadamente. El Viejo me miró con su enorme paciencia y dijo: “Sí, también es verdad”. Meneé la cabeza y agité las manos, como si esos movimientos pudiesen amplificar mis razones, y le dije que estaba siendo incoherente: el amor era para todos o sólo para los fuertes. Le pedí que se decidiera. El monje arqueó los labios con una leve sonrisa y explicó: “Confundes todo, Yoskhaz. ¿No te das cuenta que se trata de cosas diferentes? O mejor, de situaciones en que el amor se presenta de maneras distintas”.
“Sí, el amor está a disposición de cada persona pues al ser la fuerza que rige al universo, reposa en la esencia de todos. El amor es el camino y el destino; es la mayor virtud, pues está presente en todas las demás virtudes o ellas dejan de existir. No obstante, para vivir el amor, al menos en toda su extensión, necesitamos de aquellas otras virtudes como instrumentos de diseminación del bien. Así permitimos no sólo el desarrollo del propio ser, sino también la propagación de la luz por él emanada hasta la más distante de las estrellas. El universo agradece y nos retribuye también con luz por gratitud y justicia”. Hizo una breve pausa y prosiguió: “El amor es la virtud indispensable para las transformaciones; por tanto, sin él no hay evolución. Sin embargo, el amor adormecido en cada uno de nosotros necesita trabajo para despertar y crecer en las adversidades. Amar a quien nos ama es fácil; muchos pueden amar cuando las situaciones son favorables; amar en las adversidades solamente le es permitido a los fuertes”.

domingo, 9 de abril de 2017

La Puerta...




De todos los lugares del monasterio, la biblioteca siempre fue mi preferido. Escoger uno de los innumerables títulos disponibles, acomodarme en una de sus confortables poltronas y repartir la atención entre las letras y el maravilloso paisaje de las montañas, proporcionado por las enormes ventanas, permiten momentos de pura magia. Muchas veces encontré al Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, en algún rincón encantado con la lectura o en viaje profundo en los mares de la reflexión. En ese día yo había acabado de escoger un libro cuando percibí que él me observaba. Levantó las cejas queriendo saber qué había escogido. Le mostré la portada y él sonrió en aprobación. Era una antología de conferencias de Yogananda. Aproveché que había una silla libre a su lado y me senté. Le pregunté qué leía. El monje respondió con un susurro: “El Sermón de la Montaña”. Cierta vez, él me había revelado que leía ese pequeño texto todos los días antes de iniciar cualquier otra lectura, pero no imaginaba que lo decía en sentido literal. Ante mi expresión de asombro el Viejo dijo: “Las letras del Sermón están vivas y siempre me traen enseñanzas sin fin”. Yo ya lo había leído varias veces y le pregunté sobre qué trecho estaba meditando. El monje dijo con voz suave: “Aquella parte que dice que ‘estrecha es la puerta y apretado el camino de la vida. Raros son los que lo encuentran’”. Dije que sabía de que se trataba y me adelanté para mostrarle toda la erudición que pensaba tener. Dije que aquel capítulo tenía la función de orientar sobre el cuidado de no insistir en los senderos anchos de la perdición. Complementé diciendo que no encontraba mayores dificultades en su interpretación, bastaba que fuésemos siempre honestos. Así de simple. El Viejo me ofreció una dulce sonrisa de agradecimiento como respuesta y volvió a concentrarse en la lectura y en sus pensamientos. Me sentí orgulloso de mí mismo.

sábado, 1 de abril de 2017

Abrazando las Sombras




A todos los discípulos de la Orden se les había avisado que, en breve, uno de nosotros sería consagrado monje en ceremonia permitida sólo a los iniciados. No tuve dudas de que yo sería el escogido. Aunque no era el alumno más antiguo, era el más cercano al Viejo, como cariñosamente llamábamos al decano del monasterio. La ansiedad se apoderó de mí, me sentía orgulloso; permanecí sin dormir algunas noches imaginando como sería el ritual de pasaje, tan comentado de discípulo a monje en los corredores, hasta que llegó la noticia de que el aprendiz que sería consagrado era otro. Lo que parecía ser día se volvió noche. La brisa agradable que me acariciaba el ego se volvió una violenta tempestad, capaz de barrer mis mejores sentimientos hacia un lugar tan distante que tuve la sensación de que nunca más los encontraría.
Los celos me convencieron de que aquella decisión era injusta. La envidia llegó para  avisarme que la vida era así, injusta por naturaleza. Para empeorar, el escogido para convertirse en monje había sido el aprendiz con quien yo más debatía y combatía en las clases de filosofía y de metafísica. La tristeza me cubrió con un espeso velo para secretear que buenos sentimientos son frutos del árbol de la ingenuidad: un cordero no sobrevive en medio de lobos. Sí, yo era la víctima perfecta.
Pasé algunos días ponderando la posibilidad de desvincularme de la Orden. Estaba convencido de que era una pérdida de tiempo insistir en un sueño que no encontraba respaldo, ni siquiera entre aquellos en quienes yo más confiaba. Irritado, evaluaba si debía hacer un discurso para desenmascarar la farsa o si salía en silencio, sin aviso, a manera de protesta. Al atravesar el jardín interno del monasterio vi al Viejo cuidando de las flores. Intenté evitarlo. No sirvió de nada. Al percibir mi presencia, sin darse la vuelta, me pidió que me aproximara. Guardó las pequeñas herramientas en el bolsillo de la túnica y me pidió que lo acompañara hasta su pequeña sala de trabajo. A solas, me sirvió una taza de té y dijo: “Yoskhaz, abre tu corazón”.

La Revelación




Mi primera fase como discípulo en la Orden estuvo representada por muchas preguntas relacionadas con los misterios que envuelven la vida; algo que siempre consideré positivo, ya que me impulsaba a la reflexión y también me enseñó mucho sobre paciencia y serenidad, pues las respuestas apenas son permitidas cuando estamos listos para entenderlas. No que ellas sean negadas, sólo que no conseguimos verlas, como si un manto de invisibilidad las envolvieran, hasta que nuestros ojos cambian. Yo había terminado de barrer el jardín y antes de seguir hacia la biblioteca del monasterio pasé por la recepción para buscar una taza de café. Libros y café son una combinación que siempre he adorado. Encontré al Viejo, ante un pedazo de torta de pan, con la mirada distante. Pedí permiso para interrumpir sus pensamientos y sentarme a su lado para conversar un poco. Él me autorizó con una dulce sonrisa. Le dije que había leído un poema atribuido a un antiguo alquimista persa que relataba el diálogo entre un caravanero y un grano de arena. Había una parte que me intrigaba mucho:
“Grano de Arena: Yo soy el desierto.
Caravanero: No, eres apenas parte del desierto. Sin ti, el desierto continuará siendo el desierto.
Grano de Arena: Engaño. Si falto el desierto estará incompleto y viajará en mi búsqueda.
Caravanero: Devaneas entre la soberbia y la locura.
Grano de Arena: Entiendo tu juicio. Cada cual lo hace con los ojos que posee en el momento. Créelo, ver es un arte.
Caravanero: ¿Díme, qué no percibo?
Grano de Arena: La fuente de la que bebo. No existe el todo sin la parte.
Caravanero: ¿Así de simple?
Grano de Arena: La parte contiene el todo en sí; yo traigo el desierto en mí.
Para conocer el desierto hay que desvendar el grano.
Este es el poder y la revelación”.