El sol aún no había nacido cuando llegué a la pequeña y elegante
ciudad localizada en la falda de la montaña que abriga al monasterio.
Había aprovechado que un camión de entrega me llevara hasta allí y
vagaba sin rumbo por las calles estrechas y sinuosas, adornadas con un
bello piso de piedra. La humedad del rocío reflejaba la luz centelleante
del alumbrado de la ciudad, componiendo un bonito escenario. El ruido
de mis pasos maculaba el imperioso silencio en aquella hora de la
madrugada. Decidí arriesgar y caminé hasta el taller de Lorenzo, el
zapatero amante de los vinos y de los libros; los tintos y los de
filosofía eran sus preferidos. Remendar el cuero era su oficio; coser
ideas, su arte. La tienda del artesano era famosa por los horarios
improbables e inconstantes de funcionamiento. Cuando giré en la esquina,
a la distancia divisé su clásica bicicleta recostada en el poste.
Percibí que aquel sería un buen día. Fui recibido con la alegría
habitual y prontamente estábamos sentados con dos tazas humeantes de
café sobre el mostrador. Le dije que precisaba desahogarme y conversar
un poco, pues me veía ante una delicada situación: en un viaje reciente
a una gran metrópoli donde fui a acompañar al Viejo, como cariñosamente
llamábamos al monje más antiguo de la Orden, en un ciclo de
conferencias que él impartió dentro de una universidad, vi a la esposa
de un primo en una clara situción extraconyugal. Ella, al percibir que
yo había presenciado la escena, me buscó para que no revelase nada. Me
contó que era un caso antiguo y mal resuelto que necesitaba ser aclarado
dentro de ella. Adicionó que amaba a mi primo y que no quería destruir
la familia que había construído con él y con los dos hijos de la pareja.
Además dijo que al solucionar el enigma en su corazón estaría segura de
ser una esposa mucho mejor. Me pareció que hablaba con sinceridad. De
hecho, ella y mi primo, con los hijos, parecían formar una familia
feliz. No obstante, la omisión muchas veces es casi una mentira. Contar o
no contar, éste era mi dilema pues yo tenía un compromiso conmigo mismo
de ser siempre honesto, no abandonar la verdad y nunca distanciarme de
la buena moral.
Lorenzo oyó sin decir palabra, al final, bebió su café y comentó: “No
veo ningún dilema”. ¿Cómo no? Me sorprendí. Mencioné que toda buena
persona debe nortear sus elecciones en la buena moral, formada por las
virtudes que ennoblecen el carácter humano. El artesano asintió con la
cabeza. Acrecenté que ser fiel a la verdad era una de esas virtudes
cardinales. De esta vez el zapatero negó con la cabeza y dijo: “No
siempre”.
Dije que no estaba entendiendo. Lorenzo explicó: “El ejercicio de las
virtudes tiene la finalidad de encaminar al ser hacia el bien. La
humildad, la justicia, el coraje, la compasión, entre otras, además del
amor, claro, son algunas de las virtudes esenciales que tienen como
función orientar al andariego en el Camino. Por lógica, existe la
necesidad de adecuarlas dentro de sí de manera armoniosa para que no
haya choques de intereses entre ellas. En caso de que el bien, por
ironía o tragedia, acabe perdiéndose por el uso inadecuado de la virtud
en el intento de alcanzar el propio bien. Por esto, el buen sentido es
otra virtud igualmente valiosa, pues tiene como función crear un orden
de prioridades adecuadas para cada caso”. Argumenté que sería más fácil
entender si él explicara a través de un ejemplo. El artesano no se hizo
del rogar: “Vamos a enfocarnos en el importante e innegable compromiso
que tenemos con la virtud de la honestidad, aquella que nos impulsa a
decir siempre la verdad”. Bebió un sorbo de café y en seguida
ejemplificó: “Imagina que un asesino entra a tu casa en busca de un
amigo tuyo que está escondido en otra habitación. El malhechor te
pregunta si sabes donde está tu amigo. ¿Tú le dices la verdad o mientes
para salvarle la vida?”
Bajé la mirada. Estaba comenzando a entender el valor del equilibrio
entre las virtudes. Lorenzo prosiguió: “Cualquier actitud que no esté
comprometida con la luz, en hacer el bien, no es una virtud aunque se
disfrace como tal. Cualquier acción que no tenga el amor como meta deja
de ser virtuosa. Es exactamente en este punto que reside la diferencia
entre la moral y el moralismo. La moral es la finalidad de la virtud. La
moral, así como la virtud, necesita ser flexible para adecuarse a cada
caso, de ligereza para adaptarse a la realidad y de amor para hacer el
bien. La intransigencia y la intolerancia aprisionan la moral y la
desfiguran en moralismo. Entonces la luz se apaga y las sombras vuelven a
reinar”. Quise saber cuál era la diferencia entre la moral y las
virtudes. Inmediatamente respondió: “La moral comanda; las virtudes
instrumentalizan. La luz mapea la moral; las virtudes permiten llegar
allá. La moral es el lienzo; las virtudes, los colores”. Creo que
Lorenzo percibió un gran punto de interrogación en mi rostro y
profundizó un poco más: “El bien es la habitación de la buena moral que
buscamos construir; las virtudes son los ladrillos. Saber alinearlos
requiere sabiduría para que la casa no se derrumbe”. Hizo una pequeña
pausa y colocó otro ejemplo: “Que una madre ame a su hijo es de preciosa
moral y fundamental importancia. Es una base maravillosa y esencial
para una vida; sin embargo, no basta. Es necesario entender la sabiduría
del no y del sí. Ella necesita de las virtudes para enseñarle a
diferenciar entre las sombras y la luz. Valores como la dignidad, la
paciencia, la generosidad, la pureza, entre otras, son imprescindibles
en la formación del carácter que ella ayudará a moldear, principalmente
en la infancia del hijo”.
“Así como las virtudes son las herramientas de la moral, la sabiduría
es necesaria para que podamos ejercer el amor en toda su amplitud”.
Bebió otro sorbo de café y dijo: “En el ejemplo de la buena madre, el
amor sin sabiduría puede debilitar al impedirle al hijo avanzar,
ofreciéndole espacio para el narcisismo, mimos y debilidades. Por otro
lado, sabiduría sin amor puede ser peligroso por alejar al niño del lado
asoleado del sendero volviéndolo excesivamente rudo, insensible o
severo. Así como moral y virtudes se complementan; amor y sabiduría, en
este caso, cierran el círculo de luz”.
Le dije que en la teoría entendía los fundamentos expuestos por él.
Sin embargo, en la práctica la situación de mi primo me generaba agonía y
dudas. Así que usé un raciocinio muy valioso, pero igualmente
peligroso: le dije que si estuviese en el lugar de mi primo me gustaría
que me contaran el secreto. Lorenzo arqueó las cejas y refutó con
seriedad: “Al colocarte en el lugar de aquel asesino, en el ejemplo que
usamos hace poco, ¿te hubiera gustado que te revelaran dónde estaba
escondida la víctima, cierto? En el lugar del amigo buscado, ¿qué te
gustaría que hicieran?”.
Avergonzado, volví a bajar los ojos. El zapatero hizo una pausa y
concluyó: “Colocarse en el lugar del otro es un ejercicio extremamente
importante. No obstante, no es suficiente. No existe apenas el otro, mas
los otros, cada cual con sus intereses y valores no siempre en sintonía
con los tuyos. ¿La elección es tuya? Es necesario tener el
discernimiento para entender cuál es el verdadero sentimiento que te
mueve y cuál de las virtudes debe servir como instrumento a tu decisión
para que la luz se haga en aquel momento”.
“Si estás inquieto con tus dudas, no debes olvidar que todo
sufrimiento es fruto del desequilibrio entre conceptos y emociones;
ideas nuevas y obsoletas todavía en conflicto; sentimientos confusos en
colisión. Todo porque estás pensando apenas en ti”. Le pregunté si él
estaba afirmando que yo estaba siendo egoísta. Lorenzo guiñó el ojo y
dijo de forma pícara: “De cierta manera, sí”. En seguida habló
seriamente: “Al colocarte en el lugar del otro debes tan sólo objetivar
el bien de aquella persona. Lo que es maravilloso. Sin embargo, muchas
veces dejamos que nuestras propias sombras traigan las tristezas y los
recuerdos del pasado que aún nos corroen y, por descuido, acaban
contaminando nuestra decisión y, en consecuencia, la vida de los otros.
Entonces terminamos por llevar tinieblas en vez de luz a la cuestión, lo
que es pésimo. Luz y sombra a disposición de una simple palabra.
¿Percibes la delicadeza y el valor de una elección?”.
“¿Es más, quién conoce la intimidad del matrimonio de tu primo, sus
dolores y delicias? ¿Y si en vez de colocarte en el lugar de tu primo te
colocaras en el lugar de su esposa? ¿Qué historias ella trae consigo?
¿Cuáles son sus heridas, traumas y decepciones que aún no fue capaz de
curar? ¿Cuánto de ayuda ella necesita y cuál es la mejor manera de
ayudarla? Sabemos tan poco sobre nosotros mismos. ¿Cómo erguirse como
señores de la verdad y del destino ajeno? ¿No dijiste que ellos parecían
conformar una familia feliz? En realidad, hasta ahora sólo te
preocupaste por tí mismo y en qué hacer con la verdad que te fue
revelada a pesar de cualquier deseo. ¿El sentimiento que te mueve tiene
la intención de construir o destruir? Esto definirá si la virtud está en
hablar o callar”.
Aproveché la brecha y dije que nada pasa por casualidad. Si el
secreto de alguna manera me había sido revelado era porque yo debía
hacer algo bueno con él. El artesano asintió con la cabeza y
complementó: “Sí, está claro que debes hacer algo bueno no sólo con el
secreto, sino con toda la situación que envuelve la cuestión y extraer
la mejor lección. El secreto es un mero objeto de esta lección que la
vida generosamente te ofrece. Lo que hagas con el secreto revelará mucho
más de ti que sobre la esposa de tu primo. ¿Será que el bien está en
revelar el secreto o en la lección de aprender a lidiar mejor con las
propias virtudes como una valiosa oportunidad de perfeccionamiento
personal?”.
Hizo una pausa y volvió con los cuestionamientos: “¿Si la agonía aún
te invade no será que señala algo? ¿Será que un alma plena se permitiría
ser invadida por el dolor de la inadecuada moral y de las virtudes en
sí? ¿Qué falta ser transformado para que la duda sea siempre un factor
de crecimiento y no de desequilibrio”?.
Volví a agachar la mirada. Sí, estaba sufriendo. ‘Si existe
sufrimiento es porque resta una lección a ser aprendida, algo a ser
transformado dentro de sí’, recordé que el Viejo siempre insistía en
esta valiosa lección.
La vida es extremamente generosa, mas tiene una manera muy extraña de
enseñar. Sin embargo innegablemente eficaz. Permanecimos largo tiempo
en silencio. Lentamente las ideas se iban adecuando en mi mente y los
sentimientos encontraban lugar en mi corazón. Entendí que las virtudes,
apesar de su innegable importancia, no son un fin en sí mismo, tan sólo
herramientas que necesitan ser usadas con sabiduría para que se haga la
luz. La moral, a su vez, sólo tendrá valor si está revestida de amor,
sin el cual nada tendrá sentido. Un velo más se había descubierto.
Sonreí. Lorenzo lo percibió, me devolvió una bella sonrisa y finalizó:
“El amor será siempre la travesía y el destino. La sabiduría, a su vez,
cumple el papel de guardiana del Camino”.
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