sábado, 11 de marzo de 2017

Las herramientas de la luz...




El sol aún no había nacido cuando llegué a la pequeña y elegante ciudad localizada en la falda de la montaña que abriga al monasterio. Había aprovechado que un camión de entrega me llevara hasta allí y vagaba sin rumbo por las calles estrechas y sinuosas, adornadas con un bello piso de piedra. La humedad del rocío reflejaba la luz centelleante del alumbrado de la ciudad, componiendo un bonito escenario. El ruido de mis pasos maculaba el imperioso silencio en aquella hora de la madrugada. Decidí arriesgar y caminé hasta el taller de Lorenzo, el zapatero amante de los vinos y de los libros; los tintos y los de filosofía eran sus preferidos. Remendar el cuero era su oficio; coser ideas, su arte. La tienda del artesano era famosa por los horarios improbables e inconstantes de funcionamiento. Cuando giré en la esquina, a la distancia divisé su clásica bicicleta recostada en el poste. Percibí que aquel sería un buen día. Fui recibido con la alegría habitual y prontamente estábamos sentados con dos tazas humeantes de café sobre el mostrador. Le dije que precisaba desahogarme y conversar un poco, pues me veía ante una delicada situación: en un viaje reciente a una gran metrópoli donde fui a acompañar al Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, en un ciclo de conferencias que él impartió dentro de una universidad, vi a la esposa de un primo en una clara situción extraconyugal. Ella, al percibir que yo había presenciado la escena, me buscó para que no revelase nada. Me contó que era un caso antiguo y mal resuelto que necesitaba ser aclarado dentro de ella. Adicionó que amaba a mi primo y que no quería destruir la familia que había construído con él y con los dos hijos de la pareja. Además dijo que al solucionar el enigma en su corazón estaría segura de ser una esposa mucho mejor. Me pareció que hablaba con sinceridad. De hecho, ella y mi primo, con los hijos, parecían formar una familia feliz. No obstante, la omisión muchas veces es casi una mentira. Contar o no contar, éste era mi dilema pues yo tenía un compromiso conmigo mismo de ser siempre honesto, no abandonar la verdad y nunca distanciarme de la buena moral.


Lorenzo oyó sin decir palabra, al final, bebió su café y comentó: “No veo ningún dilema”. ¿Cómo no? Me sorprendí. Mencioné que toda buena persona debe nortear sus elecciones en la buena moral, formada por las virtudes que ennoblecen el carácter humano. El artesano asintió con la cabeza. Acrecenté que ser fiel a la verdad era una de esas virtudes cardinales. De esta vez el zapatero negó con la cabeza y dijo: “No siempre”.
Dije que no estaba entendiendo. Lorenzo explicó: “El ejercicio de las virtudes tiene la finalidad de encaminar al ser hacia el bien. La humildad, la justicia, el coraje, la compasión, entre otras, además del amor, claro, son algunas de las virtudes esenciales que tienen como función orientar al andariego en el Camino. Por lógica, existe la necesidad de adecuarlas dentro de sí de manera armoniosa para que no haya choques de intereses entre ellas. En caso de que el bien, por ironía o tragedia, acabe perdiéndose por el uso inadecuado de la virtud en el intento de alcanzar el propio bien. Por esto, el buen sentido es otra virtud igualmente valiosa, pues tiene como función crear un orden de prioridades adecuadas para cada caso”. Argumenté que sería más fácil entender si él explicara a través de un ejemplo. El artesano no se hizo del rogar: “Vamos a enfocarnos en el importante e innegable compromiso que tenemos con la virtud de la honestidad, aquella que nos impulsa a decir siempre la verdad”. Bebió un sorbo de café y en seguida ejemplificó: “Imagina que un asesino entra a tu casa en busca de un amigo tuyo que está escondido en otra habitación. El malhechor te pregunta si sabes donde está tu amigo. ¿Tú le dices la verdad o mientes para salvarle la vida?”
Bajé la mirada. Estaba comenzando a entender el valor del equilibrio entre las virtudes. Lorenzo prosiguió: “Cualquier actitud que no esté comprometida con la luz, en hacer el bien, no es una virtud aunque se disfrace como tal. Cualquier acción que no tenga el amor como meta deja de ser virtuosa. Es exactamente en este punto que reside la diferencia entre la moral y el moralismo. La moral es la finalidad de la virtud. La moral, así como la virtud, necesita ser flexible para adecuarse a cada caso, de ligereza para adaptarse a la realidad y de amor para hacer el bien. La intransigencia y la intolerancia aprisionan la moral y la desfiguran en moralismo. Entonces la luz se apaga y las sombras vuelven a reinar”. Quise saber cuál era la diferencia entre la moral y las virtudes. Inmediatamente respondió: “La moral comanda; las virtudes instrumentalizan. La luz mapea la moral; las virtudes permiten llegar allá. La moral es el lienzo; las virtudes, los colores”. Creo que Lorenzo percibió un gran punto de interrogación en mi rostro y profundizó un poco más: “El bien es la habitación de la buena moral que buscamos construir; las virtudes son los ladrillos. Saber alinearlos requiere sabiduría para que la casa no se derrumbe”. Hizo una pequeña pausa y colocó otro ejemplo: “Que una madre ame a su hijo es de preciosa moral y fundamental importancia. Es una base maravillosa y esencial para una vida; sin embargo, no basta. Es necesario entender la sabiduría del no y del sí. Ella necesita de las virtudes para enseñarle a diferenciar entre las sombras y la luz. Valores como la dignidad, la paciencia, la generosidad, la pureza, entre otras, son imprescindibles en la formación del carácter que ella ayudará a moldear, principalmente en la infancia del hijo”.
“Así como las virtudes son las herramientas de la moral, la sabiduría es necesaria para que podamos ejercer el amor en toda su amplitud”. Bebió otro sorbo de café y dijo: “En el ejemplo de la buena madre, el amor sin sabiduría puede debilitar al impedirle al hijo avanzar, ofreciéndole espacio para el narcisismo, mimos y debilidades. Por otro lado, sabiduría sin amor puede ser peligroso por alejar al niño del lado asoleado del sendero volviéndolo excesivamente rudo, insensible o severo. Así como moral y virtudes se complementan; amor y sabiduría, en este caso, cierran el círculo de luz”.
Le dije que en la teoría entendía los fundamentos expuestos por él. Sin embargo, en la práctica la situación de mi primo me generaba agonía y dudas. Así que usé un raciocinio muy valioso, pero igualmente peligroso: le dije que si estuviese en el lugar de mi primo me gustaría que me contaran el secreto. Lorenzo arqueó las cejas y refutó con seriedad: “Al colocarte en el lugar de aquel asesino, en el ejemplo que usamos hace poco, ¿te hubiera gustado que te revelaran dónde estaba escondida la víctima, cierto? En el lugar del amigo buscado, ¿qué te gustaría que hicieran?”.
Avergonzado, volví a bajar los ojos. El zapatero hizo una pausa y concluyó: “Colocarse en el lugar del otro es un ejercicio extremamente importante. No obstante, no es suficiente. No existe apenas el otro, mas los otros, cada cual con sus intereses y valores no siempre en sintonía con los tuyos. ¿La elección es tuya? Es necesario tener el discernimiento para entender cuál es el verdadero sentimiento que te mueve y cuál de las virtudes debe servir como instrumento a tu decisión para que la luz se haga en aquel momento”.
“Si estás inquieto con tus dudas, no debes olvidar que todo sufrimiento es fruto del desequilibrio entre conceptos y emociones; ideas nuevas y obsoletas todavía en conflicto; sentimientos confusos en colisión. Todo porque estás pensando apenas en ti”. Le pregunté si él estaba afirmando que yo estaba siendo egoísta. Lorenzo guiñó el ojo y dijo de forma pícara: “De cierta manera, sí”. En seguida habló seriamente: “Al colocarte en el lugar del otro debes tan sólo objetivar el bien de aquella persona. Lo que es maravilloso. Sin embargo, muchas veces dejamos que nuestras propias sombras traigan las tristezas y los recuerdos del pasado que aún nos corroen y, por descuido, acaban contaminando nuestra decisión y, en consecuencia, la vida de los otros. Entonces terminamos por llevar tinieblas en vez de luz a la cuestión, lo que es pésimo. Luz y sombra a disposición de una simple palabra. ¿Percibes la delicadeza y el valor de una elección?”.
“¿Es más, quién conoce la intimidad del matrimonio de tu primo, sus dolores y delicias? ¿Y si en vez de colocarte en el lugar de tu primo te colocaras en el lugar de su esposa? ¿Qué historias ella trae consigo? ¿Cuáles son sus heridas, traumas y decepciones que aún no fue capaz de curar? ¿Cuánto de ayuda ella necesita y cuál es la mejor manera de ayudarla? Sabemos tan poco sobre nosotros mismos. ¿Cómo erguirse como señores de la verdad y del destino ajeno? ¿No dijiste que ellos parecían conformar una familia feliz? En realidad, hasta ahora sólo te preocupaste por tí mismo y en qué hacer con la verdad que te fue revelada a pesar de cualquier deseo. ¿El sentimiento que te mueve tiene la intención de construir o destruir? Esto definirá si la virtud está en hablar o callar”.
Aproveché la brecha y dije que nada pasa por casualidad. Si el secreto de alguna manera me había sido revelado era porque yo debía hacer algo bueno con él. El artesano asintió con la cabeza y complementó: “Sí, está claro que debes hacer algo bueno no sólo con el secreto, sino con toda la situación que envuelve la cuestión y extraer la mejor lección. El secreto es un mero objeto de esta lección que la vida generosamente te ofrece. Lo que hagas con el secreto revelará mucho más de ti que sobre la esposa de tu primo. ¿Será que el bien está en revelar el secreto o en la lección de aprender a lidiar mejor con las propias virtudes como una valiosa oportunidad de perfeccionamiento personal?”.
Hizo una pausa y volvió con los cuestionamientos: “¿Si la agonía aún te invade no será que señala algo? ¿Será que un alma plena se permitiría ser invadida por el dolor de la inadecuada moral y de las virtudes en sí? ¿Qué falta ser transformado para que la duda sea siempre un factor de crecimiento y no de desequilibrio”?.
Volví a agachar la mirada. Sí, estaba sufriendo. ‘Si existe sufrimiento es porque resta una lección a ser aprendida, algo a ser transformado dentro de sí’, recordé que el Viejo siempre insistía en esta valiosa lección.
La vida es extremamente generosa, mas tiene una manera muy extraña de enseñar. Sin embargo innegablemente eficaz. Permanecimos largo tiempo en silencio. Lentamente las ideas se iban adecuando en mi mente y los sentimientos encontraban lugar en mi corazón. Entendí que las virtudes, apesar de su innegable importancia, no son un fin en sí mismo, tan sólo herramientas que necesitan ser usadas con sabiduría para que se haga la luz. La moral, a su vez, sólo tendrá valor si está revestida de amor, sin el cual nada tendrá sentido. Un velo más se había descubierto. Sonreí. Lorenzo lo percibió, me devolvió una bella sonrisa y finalizó: “El amor será siempre la travesía y el destino. La sabiduría, a su vez, cumple el papel de guardiana del Camino”.

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