jueves, 16 de marzo de 2017

El arte de estar suspendido en el aire



Cuando entré a la Orden tenía la errónea idea de que la vida en el monasterio era solamente contemplativa, alejada de todas las impurezas del mundo como manera de mantener a los monjes puros. Aunque había un periodo inicial de recogimiento para la adecuada iniciación, de mucho estudio y meditación, pronto éramos enviados de vuelta al mundo como método eficaz de conocimiento y perfeccionamiento de sí mismo. El Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, solía decir que “lo sagrado no está separado de lo mundano, sino oculto en él”. Es en la convivencia común de lo cotidiano que podemos entender mejor nuestras reacciones y las asperezas que aún nos hace sangrar. Limarlas es el perfeccionamiento necesario; el perfeccionamiento lleva a la transformación; la transformación se traduce en evolución. Los periodos de soledad y reflexión son tan fértiles como las fases de convivencia social o profesional. En verdad, son partes distintas de una misma clase. Ellas se diferencian para complementarse.
En aquella época, cada vez que regresaba al monasterio llegaba muy afligido emocionalmente. Esa vez no fue diferente. A pesar de que la Orden costeara sus propios gastos con los famosos chocolates artesanales confeccionados en una de sus cocinas y vendidos para apreciadores que aguardaban en larga fila de espera, la OEMM es una orden esotérica que tiene entre sus premisas el valor del trabajo y la independencia financiera de sus monjes, como son denominados sus miembros. Por esto, todos tienen empleos, son profesionales liberales o empresarios. Hasta el mismo Viejo viajaba bastante para dar conferencias en muchos lugares. Ir al mundo siempre renueva y trae un buen y rico material para el estudio de sí mismo. Aquella vez había sido peor. Yo estaba muy tenso. Mi firma tenía fuerte competencia por nuevas empresas que prometían más por menos y el mercado se mostraba receptivo a ellas. La quiebra era el miedo que estaba al acecho. El Viejo percibió mi irritación y dispersión. Yo le expliqué lo que sucedía. Él dijo: “Si diste lo mejor tan sólo aguarda la respuesta del universo con serenidad”. Aquellas palabras me irritaron pero me controlé y le dije que no tenía la menor duda de haber hecho todo lo posible. Le expliqué que mi desequilibrio era grande y en el monasterio sería más fácil apaciguar el corazón. El monje meneó la cabeza demostrando que entendía. El Viejo me dijo con calma: “Aunque algunos lugares sean centros de anclaje de energía, no es necesario ir a ningún lugar para conversar con la propia alma. Para encontrarte contigo mismo el silencio es el mejor lugar”. Le dije que estaba tenso y que mis noches eran mal dormidas. El Viejo cerró los ojos como si buscara algo en las gavetas de la memoria y recitó un pequeño poema: “Aprende a confiar en lo que está sucediendo. Si hay silencio deja que aumente, algo surgirá. Si hay tempestad, déjala rugir, ella se calmará”.

 
Fue demasiado. Irritado, quise saber quien era el tonto autor del poema que me aconsejaba cruzarme de brazos mientras el mundo se desmoronaba sobre mi cabeza. El Viejo me miró con compasión y fue lacónico: “Lao Tsé”. Con algún desprecio dije que no sabía quien era. Con su enorme paciencia, el monje explicó: “Fue un sabio taoísta. Existen varias codificaciones del Camino. El taoísmo es una de las más antiguas y bellas tradiciones. Él fue un alquimista chino que vivió hace milenios y nos ofrendó su hermosa obra”. Di una carcajada y menosprecié al preguntar si yo también aprendería a transformar plomo en oro. Adicioné que era exactamente lo que necesitaba en aquel momento. El Viejo no se alteró y dijo con calma: “Sí, es posible transformar en oro el plomo del alma”, hizo una pequeña pausa y agregó: “Sin duda es lo que necesitas ahora. Es lo que todos necesitamos. La voluntad es condición primordial”. Volvió a guardar silencio durante breves instantes antes de concluir: “Es más, aquietarse no significa estar parado. Es un movimiento valioso de percepción interna y de todo lo que lo envuelve”.
La calma del monje ante mi sarcasmo me dejó incómodo y con la desconfianza de que una buena lección se presentaba en aquel instante. Me acomodé, le pedí disculpas y le solicité al Viejo que me ayudara a entender el poema. Con su enorme paciencia dijo: “Siempre tenemos que ofrecer lo mejor de nosotros ante todo lo que sucede. Ocurre que nada podemos hacer ante la fuerza inconmensurable de ciertos movimientos del universo que alteran de manera significativa nuestra vida. Es hora del inevitable cambio. Por esto Lao Tsé usa la figura de la tempestad que asusta o de la ausencia de vientos que no impulsan las velas de los barcos. Son situaciones en las cuales no podemos interferir. Todos pasamos por momentos en que tenemos la sensación de que todo será destruido o, en otras ocasiones, enfrentamos extraños marasmos en que parece que nada va a suceder, como si la vida no estuviera viva”. Hizo una pausa y prosiguió: “Son presagios de grandes transformaciones, inicio y cierre de ciclos y enseñanzas cardinales. Es hora de mantener la calma, prestar atención y confiar en la sabiduría y en el amor infinitos de la vida. Entonces, aprovechar el nuevo momento y seguir”.
“La seguridad de que el universo siempre conspira a nuestro favor trae la tranquilidad de que todo lo que sucede es para nuestro bien. Debemos tener cuidado en no interferir”. Lo interrumpí para comentar que no entendía como la quiebra de mi empresa podría ser vista como una cosa buena. Él sonrió e intentó explicar: “Tú no sabes lo que está por venir, tampoco eres consciente de la transformación que la vida tiene preparada. Puede ser que el ciclo de tu empresa se haya acabado por ser obsoleto para tu jornada o tal vez sea el momento de que la firma sea repensada y reinventada, para recordarte que todo puede ser diferente y mejor. Adivinación es para los incautos y arrogantes; refinar la sensibilidad es para las personas que tiene buena voluntad y alegría al caminar. Recuerda que eres parte integrante y esencial del universo y, por esto, él está empeñado en tu bienestar y en tu evolución, aunque a menudo nos parezcan raros sus métodos”.
“Entender cómo funciona el universo y las leyes mayores que rigen la vida permiten el arte de mantenerse suspendido en el aire”. Me miró a los ojos y dijo: “Eso ayuda a crear las condiciones para que la paz se instale en nuestros corazones. Entonces nada de lo que exista en el mundo tendrá fuerza para derrumbarnos”.
Le pedí que se explicase mejor. El Viejo expuso su raciocinio: “Somos hijos del universo, amados y protegidos por la perfecta inteligencia que rige la vida. Nada es olvidado, nada falta o se excluye. Todo es conducido por manos habilidosas y sabias que priman por la evolución de cada uno de nosotros. A cada cual le es entregada la perfecta herramienta para la exacta lección. Evolución exige movimiento y no siempre nos mostramos dispuestos a acompañar el ritmo de la vida. Entonces el cambio se impone inexorablemente. Aguarda con serenidad lo que vendrá y prepárate para aprovechar los buenos vientos cuando se presenten. Sentir cariño por el suelo en la siembra trae como respuesta la cosecha abundante”.
Comenté que entendía lo que el monje decía pero que no podía encuadrar aquellas palabras en la situación de mi empresa. El monje me ofreció una mirada bondadosa y se fue. En los días siguientes la tempestad no sucumbió; al contrario, aumentó la intensidad y parecía barrer con todo lo que encontraba por delante. Para no ir a la bancarrota acepté la sugerencia de mi socio y vendimos la empresa a un grupo internacional. Pasé los meses siguientes mal humorado y recogido en el monasterio. Me sentía triste y tenía dificultad para entender el motivo por el cual todo aquello había acontecido. No faltaba la convicción de que yo me había empeñado al máximo para que todo saliera bien durante todos esos años. Necesitaba encontrarme conmigo mismo. Era necesario hacer las paces con la vida para que la alegría volviera a brotar.
Con el pasar de los días la tristeza fue dando lugar al entendimiento de que yo ya no amaba la empresa como al inicio. En verdad, me gustaba más la condición financiera que ella me proporcionaba que el trabajo que realizaba. En los últimos tiempos en que estuve al frente de la compañía ya no me levantaba todas las mañanas con el mismo entusiasmo del inicio, cuando estaba involucrado con nuevas ideas y la posibilidad de hacer diferente y mejor. Comencé a entender que la empresa había dejado de hacer parte de mis sueños y se volvió una mera obligación, además de una generosa fuente de renta. Sí, yo ya no estaba feliz haciendo lo que me encantaba en el pasado. Mi alma ansiaba por cambios que yo me negaba en admitir. Entonces la vida me regaló una tempestad para que aquel barco errante, que navegaba sin rumbo sin el deseo de llegar a ninguna parte, naufragara. Navegaba sólo para contar los días. Percibí que la intemperie, en realidad, era la oportunidad de comenzar un nuevo viaje hacia tierras distantes, en mares nunca antes navegados.
Mi ánimo cambió, la alegría había vuelto. Yo no sabía qué hacer, pero estaba dispuesto, atento y habituado con lo nuevo. Me sentía como en una enorme estación escogiendo en qué tren embarcar. Comencé a escuchar lo que el silencio de mi corazón susurraba. Siempre había soñado en trabajar con creación y con creatividad. Percibí el sentido del viaje, faltaba definir el destino. Fue cuando recibí la visita de un antiguo amigo que estaba de vacaciones en la pequeña y elegante ciudad que está ubicada en la falda de la montaña que abriga al monasterio. Él había montado una pequeña agencia de propaganda digital para aprovechar un gran cambio en ese sector que redireccionaba el eje de la publicidad, estancado en los medios tradicionales. Me comentó que necesitaba de un socio. Fue como despertar siendo acariciado por un rayo de sol travieso que acaricia la piel esquivando las cortinas cerradas del cuarto oscuro. Yo tenía el capital de la venta de la empresa y un enorme sueño listo para ser vivido. Era la vida que se renovaba con toda la fuerza e intensidad. Hice una oración sentida en agradecimiento por la tempestad demoledora.
Fui al mundo y retorné al monasterio un año después para tener algunas semanas de recogimiento, estudio y meditación. La agencia aún gateaba, pero daba muestrasde un bello futuro. Lo más importante es que la alegría estaba de nuevo presente en mis días. La primera cosa que hice fue procurar al Viejo para decirle que estaba feliz y que todo había cambiado. Él arqueó los labios en leve sonrisa y cuestionó: “¿Todo cambió o fuiste tú? Para muchos el mundo no está muy diferente de lo que estaba hace un año”. Cerré los ojos como respuesta. Sí, yo me había transformado y por ello la vida se revelaba con nuevos, bellos y desconocidos colores. Le agradecí por aquella conversación sobre el poema de Lao Tsé y por aquellas palabras que me auxiliaron al encontrar el entendimiento necesario para fortalecer mis elecciones y retomar el poder ante mi propia vida. Pude abrir las alas para alzar el vuelo que sólo es posible cuando vivimos un sueño. Dije que ahora comenzaba a entender el arte de mantenerse suspendido en el aire. El monje apenas sonrió. Adicioné que no recordaba haber sido tan feliz. El Viejo señaló: “Sí, siempre cambiamos para mejorar. Esta es una de las leyes de la vida. Cuando no nos sentimos así es porque aún no hemos efectuado el movimiento exacto”.
Aproveché para pedirle disculpas por haber sido sarcástico cuando él intentó enseñarme algo tan importante. El Viejo parecía imperturbable en sus virtudes: “Solamente la vida enseña, Yoskhaz. Soy tan sólo un compañero de jornada señalando uno u otro paisaje del Camino”, hizo una pausa y finalizó: “Con relación a las disculpas, no es necesario. El mejor pedido de disculpa es demostrarle al otro que la lección fue aprendida”.
Una lágrima rebelde escapó de mis ojos.

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