Templarios,los caballeros de Cristo
1ª parte
Remontémonos en el tiempo hasta finales del siglo X. Los cristianos se
habían puesto en camino para dirigirse en peregrinación hacia los
lugares donde estaban enterrados los santos. Estos últimos habían
intercedido sin duda en favor de los hombres y Dios, había acabado
dejándose conmover aplazando la destrucción prevista para el año 1000.
Uno de los más eficaces debió de haber sido Santiago, quien, en
Compostela, atraía a miles de hombres y de mujeres que abandonaban su
familia, su trabajo, dejándolo todo para ir a rezarle en ese lugar de
Galicia donde la tierra termina.
Se había estado muy
cerca de la catástrofe definitiva, y las hambrunas del año 990 eran la
prueba de ello. Se había evitado lo peor, y se conocía la forma: preciso
era que los hombres emprendieran una y otra vez el camino, que los
monjes orasen, que todos hicieran penitencia. ¿No convenía ir más lejos,
llevar a cabo la última peregrinación, la única verdaderamente
merecedora del viaje de una vida? O sea, ir a los lugares en donde el
hijo de Dios había sufrido para redimir los pecados de los hombres:
Jerusalén.
Liberar Jerusalén
Occidente se conmocionó. Era intolerable que se diera muerte a los peregrinos. No se podían dejar los lugares santos en manos de los infieles. Pedro el Ermitaño, que había presenciado en Jerusalén verdaderos actos de barbarie, regresó totalmente decidido a sublevar a Europa y a poner a los cristianos en el camino de las Cruzadas. Por lo que respecta a los señores, se notaba más prudencia en su actitud. Más sensatez, sin duda, pero era también porque tenían más que perder: las tierras dejarían de estar protegidas, los bienes podían atraer la codicia ajena, etc.
El 27 de noviembre de 1095, el Papa
Urbano II, predicó ante un concilio provincial reunido en Clermont.
Proclamó: «Todo el mundo debe hacer renuncia de sí y cargar con la
cruz». El soberano pontífice veía también en ello una oportunidad, para
meter en cintura a esos laicos que se revolcaban en la lujuria o se
dedicaban al bandidaje. Ir a liberar Jerusalén sería la vía de
salvación.
Sin embargo, los cruzados no eran unos santos
que digamos. A su paso, habían saqueado y violado, hasta el punto de
que algunos cristianos orientales se vieron obligados a buscar refugio
entre los turcos: era el colmo. Tampoco en Jerusalén se comportaron con
particular caridad. Habiéndose refugiado numerosos musulmanes en la
mezquita de Al-Aqsa, los cruzados los desalojaron y causaron una
verdadera hecatombe.
El reino latino de Jerusalén
Sobre estas bases se fundó el reino latino de Jerusalén. Además del reino de Jerusalén, que abarcaba desde Líbano al Sinaí, se fueron creando paulatinamente otros tres estados: el condado de Edesa al norte, medio franco, medio armenio, fundado por Balduino de Bolonia, hermano de Godofredo de Bouillon; el principado de Antioquía, que ocupaba la Siria del norte; y, por último, el condado de Trípoli.
Godofredo fue reemplazado por Balduino I. La conquista se había
materializado, pero ahora se trataba de conservar y de administrar los
territorios ganados. Era preciso conservar las ciudades y las plazas
fuertes, velar por la seguridad de los caminos. El enemigo estaba
vencido, pero no eliminado. Se fundaron unas órdenes encargadas de
misiones diversas. Hubo, entre otras, la Orden Hospitalaria de Jerusalén
en 1110, la Orden de los Hermanos Hospitalarios Teutónicos en 1112 y la
Orden de los Pobres Caballeros de Cristo (futuros templarios) en 1118,
siendo rey de Jerusalén Balduino II.
El nombre de la
Orden del Temple, no le fue dado hasta el año de 1128 en ocasión del
concilio de Troyes, que codificó su organización. Muy pronto las
donaciones se revelaron cuantiosas, el reclutamiento fue en aumento y
cuando el primer gran maestre, Hugues de Payns, murió en 1136 y fue
reemplazado por Robert de Craon, la Orden del Temple era ya coherente.
Tres años más tarde, Inocencio III revisó algunas modalidades de la
Regla y le concedió al Temple unos privilegios exorbitantes.
En 1144, Edesa fue recuperada por los musulmanes, lo que llevó a la
organización de la segunda cruzada, predicada por san Bernardo en 1147
mientras la Orden del Temple seguía su proceso de adaptación y
desarrollo. Durante todo este tiempo, los templarios estuvieron
prácticamente presentes en todas las batallas.
En 1281,
Felipe III llamado el Atrevido, que había sucedido a San Luis en el
trono de Francia, se extinguió, dejando su puesto a Felipe IV el
Hermoso. Seis años más tarde, con la derrota de San Juan de Acre, en el
curso de la cual el gran maestre de la Orden del Temple, Guillermo de
Beaujeu, fue muerto, Tierra Santa se perdió y fue evacuada. Los
templarios se replegaron a Chipre.
En 1289, Jacobo de
Molay se convirtió en gran maestre de la orden. Éste, sería el último
gran maestre. Organizó un año más tarde una expedición a Egipto, pero
fue un fracaso: el reino latino de Jerusalén se había acabado para
siempre.
Felipe el Hermoso se enfrentó violentamente al
Papa Bonifacio VIII, que le excomulgó en 1303. El soberano pontífice
murió ese mismo año. En 1305, su sucesor, también en pésimas relaciones
con Felipe el Hermoso, murió envenenado y el rey de Francia nombró Papa a
un hombre con el que había llegado a unos acuerdos: Bertrand de Got,
que reinó bajo el nombre de Clemente V.
Ese mismo año se
lanzaron unas acusaciones de extrema gravedad contra la Orden del
Temple. Éstas tomaron la forma de denuncias hechas ante el rey de
Francia. Acusaciones dudosas, pero realizadas en el momento oportuno: la
orden inquietaba, ahora que su poderío no iba a ejercerse ya en
Oriente.
En 1306, Felipe el Hermoso, siempre falto de
dinero, expulsó a los judíos del reino de Francia, no sin antes haberles
usurpado sus bienes y de haber hecho torturar a algunos de ellos. En
1307 hizo apresar a todos los templarios del reino y para ello eligió la
fecha del 13 de octubre. El 17 de noviembre el Papa consintió en
reclamar su arresto en toda Europa.
Extraído del libro La otra historia de los templarios, de Michel Lamy.
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La herencia esotérica de los templarios
Todas las sociedades que han practicado la búsqueda del saber, en
cualquier época y en cualquier país, se han comportado del mismo modo.
Por un lado han mostrado un rostro acorde con el poder establecido y han
seguido más o menos las normas de conducta vigentes allí donde estaban
asentadas: ha sido su lado exotérico. Por otro, han creado en torno suyo
una barrera infranqueable, tan imposible de trasponer que, muy a
menudo, ha sido incluso ignorada por los que convivían con ellos.
La orden militar templaria nació –exotéricamente– con toda la garantía
de acatamiento a la Iglesia y a los principios del cristianismo; en
apariencia, incluso con una pátina de fe y de pobreza más firme que
muchas otras órdenes monásticas conocidas, reconocidas y veneradas.
Hasta el momento mismo de su disolución, en que se les acusó de todos
los pecados habidos y por haber, fueron un modelo de cristiandad,
reconocido tanto por monarcas como por obispos y clérigos. Todo se hizo
con una absoluta garantía de ortodoxia; la misma que habría de regir los
ciento setenta y nueve años de existencia del Temple.
El mismo Bernardo de Clairvaux, que había sido el inspirador de la
regla, escribiría personalmente para la orden de los caballeros de
Cristo una Exortatio ad milites Templii en la que se les aconsejaba
cristianamente sobre su doble comportamiento, en tanto que soldados y
miembros de una comunidad religiosa.
Si repasamos
fríamente la aparente ortodoxia templaria, comprobamos que hay
demasiados puntos en los que la regla y el comportamiento oficial de los
caballeros de Cristo se condicionaron a una simbología arcaica, ya de
por sí sospechosa de trascender los estrictos preceptos del gobierno
eclesial. Y aún más: sus normas religiosas de conducta contienen
detalles que proclaman, sin más, un sincretismo que supera ampliamente
la estricta observancia del ritual del cristianismo.
Se
ha escrito mucho sobre la eventual heterodoxia templaria y sobre los
fines secretos y ocultistas de la orden. Muchas de las observaciones que
se han hecho obedecen, sin un propósito explícito, a la justificación
de una determinada actitud de la Iglesia y, sobre todo, del Papa
Clemente V, que permitió la extinción de los monjes guerreros del templo
de Salomón. Sin embargo, por encima de apreciaciones sectarias, por
encima incluso de justificaciones apasionadas o de visiones
estrictamente racionalistas, se unen muchos motivos en una amalgama que
sólo una explicación simbólica –trascendente y sincrética y, por tanto,
heterodoxa–, podría aclarar.
1) Los templarios mandaron
realizar, a lo largo de su existencia, no menos de cinco traducciones
del Libro de los Jueces, que es, sobre todo a través del Canto de
Débora, una de las obras cumbres del simbolismo bíblico. Allí surgen,
por primera vez en la Biblia, los abrevaderos de la sabiduría del Grial.
El libro de los Jueces es, convenientemente estudiado, una de las
grandes cumbres del pensamiento bíblico y, posiblemente, de las
religiones universales.
2) La misión oficial que se
impusieron a sí mismos los caballeros del Temple, fue la custodia de los
peregrinos que habrían de visitar los lugares santos de la cristiandad.
Estos lugares, circunscritos en principio al ámbito de Tierra Santa, se
ampliaron enseguida al camino de Santiago, prácticamente creado en su
versión cristiana por los monjes benitos. Pero la peregrinación, en
abstracto, era ya por sí sola una marcha –siempre simbólica–, por el
camino del saber trascendente. Más allá de sus supuestos fines
penitenciales, queda en los caminos una serie de indicios que marcan en
el tiempo auténticas gradaciones del conocimiento y la iniciación, que
el peregrino debe superar con su intuición del símbolo o con su personal
sabiduría.
3) La casa madre de los templarios, en
París, concedida por el rey Luis VI por intercesión directa de Bernardo
de Clairvaux en 1137, estaba enclavada en la inmediata proximidad de la
iglesia dedicada a la veneración de los hermanos gemelos Protasio y
Gervasio, herederos ortodoxos de toda una tradición esotérica basada en
el signo astrológico de Géminis.
4) Las fortalezas
construidas por los templarios contenían, desde su misma planta, una
serie de elementos estructurales que –no por casualidad–, coincidían con
toda una manifestación numerológica mágica de la realidad trascendente
del edificio. Así sucedía con las torres octogonales (2 x 4) que a
menudo presidían las construcciones o los campanarios levantados bajo su
directa influencia. Así sucedía con los lados dados a los castillos (24
= 2 x 3 x 4) y hasta con el número de torres (12 = 3 x 4) que solían
flanquearlos. Había una indudable identificación entre la cruz templaría
y la concepción general de los edificios. Había igualmente una
indudable preocupación astronómica que ligaba íntimamente las casas
templarias a toda la tradición zodiacal y astrológica, heredada de los
magos caldeos a través de las reglas esotéricas de los sufíes musulmanes
y de los cabalistas judíos.
Pero seamos prudentes, regresemos momentáneamente al menos, a los caminos trillados de la ortodoxia.
Pues bien, y de esto no cabe la menor duda, los caballeros del Temple,
los guardadores de caminos de peregrinos, los protectores de canteros y
de constructores, fueron unos auténticos maestros en el manejo de la
letra de cambio inventada por los mercaderes venecianos y genoveses.
Lo hacían del siguiente modo: un viajero deseaba efectuar un viaje de
peregrinación o de negocios, se ponía en contacto con los templarios y
depositaba en su encomienda más cercana el dinero que calculaba
necesitar en su desplazamiento. Los templarios, contra ese dinero, le
hacían entrega de un documento mediante el cual, el viajero tenía la
posibilidad de recuperar sus fondos según fuera necesitándolos, en
cualquier casa templaria de su camino y en la moneda de curso legal de
cada tierra. El documento era personal, de modo que, al menos en teoría,
quedaba garantizada la seguridad de la fortuna depositada contra
cualquier tipo de robo o de suplantación.
Métodos como
éste, con el añadido de las rentas, de los legados y de las donaciones
que hacían muchas veces los nuevos miembros, pusieron a los monjes del
Temple en situación de ser la potencia económica más fuerte de Europa y
de todo el Mediterráneo. Con el dinero de la orden –no hay que olvidar
que sus miembros hacían voto de pobreza personal–, llegaron a dominar
prácticamente la economía de los reinos cristianos de Oriente, y a ser
los dueños efectivos, en competencia con genoveses y venecianos, del
comercio marítimo mediterráneo.
La fortuna económica
templaria –se dice–, llegó a ser extraordinaria, y sobre ella se ha
hecho toda clase de especulaciones, desde la afirmación –gratuita e
improbable– de que poseían un secreto alquímico, hasta la sospecha –ya
más fundada– de que lograron poner en explotación, con la ayuda de
mineros germanos, las minas romanas de Coume-Sourde. Sólo se trata de
suposiciones para justificar unos bienes que serían la única excusa para
explicar su poder y las virtudes de su administración .
En su actuación peninsular, lo económico jugó también para los
templarios un papel preponderante ya desde el principio de su
asentamiento. La producción y la venta de sal en el reino de Aragón
estuvo prácticamente en sus manos. No hubo acción guerrera en la que
intervinieran sin la promesa o la esperanza de un beneficio económico o
territorial. En este sentido, al margen de los fines expresados en su
regla, se comportaron exactamente igual que cualquier otro grupo armado,
nacional o feudal. En sus posesiones se atribuyeron siempre el derecho
de recaudar impuestos locales, sin tener que dar cuenta a nadie, ni
siquiera al rey, ni a las autoridades eclesiásticas superiores, porque
el Temple no reconocía en la realidad ningún poder por debajo del Papa.
Sin embargo, hay más de leyenda que de auténtica realidad en la
supuesta fortuna fabulosa del Temple. O al menos hay que pensar que,
jugando de nuevo las significantes del símbolo, todo cuanto se ha dicho
respecto a los tesoros templarios, va encaminado más hacia la pista de
un tesoro interior –ficticio o real–, que a un hipotético supercapital
económico.
Es cierto, absolutamente cierto, que la orden
poseyó muchos bienes. Prescindiendo de los datos proporcionados por los
estudios realizados en Francia, las actas del concilio de Salamanca nos
revelan que sólo en el reino de Castilla poseían 12 conventos y 24
bailías. Por su parte, Forey da una lista de 36 castillos o conventos
templarios en los países que formaban parte de la corona de Aragón en el
siglo XIII. Comparándolo con los bienes que por entonces tenían en
Castilla o en Aragón, o en Portugal las otras órdenes religiosas,
¿significaba realmente una tan gran potencia económica todo ese cúmulo
de posesiones?
Cuando la orden tenía oportunidad de
adquirir dinero líquido, se apresuraba a invertirlo en nuevos
territorios previamente elegidos. Es así como cabe suponer que pudieron
comprar en 1303 las tierras de Culla a Guillén de Anglesola por medio
millón de sueldos jaqueses. Poco tiempo antes, según lo notifican los
documentos, el gran maestre Jacobo de Molay había regresado de Chipre
con todos los fondos de la orden en Oriente. Estos fondos fueron
destinados a la adquisición de nuevos bienes; y a los templarios de
Aragón pudo tocarles esto, como a los de Francia les permitió la compra
de nuevas tierras en el valle del Ródano, en Tréveris y en el Beaucaire.
Las encomiendas templarias eran de dos tipos: las hubo dedicadas al
cultivo y a la cría de ganado. Otras, situadas en lugares más apartados y
más inhóspitos, fueron centros iniciáticos de la orden; enclaves en los
que muy probablemente se entregaron a la experiencia esotérica. Con las
primeras ensayaron –con éxito, mal que les pesara a los señores
feudales y a los reyes– un tipo de convivencia social nuevo,
liberalizando a los hombres de la tierra con vistas a la experiencia
futura de un gobierno universal que nunca pudieron siquiera proyectar.
En las segundas prepararon a los escogidos de la orden para alcanzar un
conocimiento que estaba precisamente allí, presente y escondido a la
vez, en el mismo recinto de la encomienda o en sus proximidades.
En sus establecimientos ciudadanos buscaron también conscientemente la
proximidad, la vecindad de los barrios judíos. Sucedía así en
Ponferrada, en Gerona, en Aracena, en Valencia, en Mallorca. Este ha
sido uno de los indicios que han hecho afirmarse a muchos historiadores
sobre los fines económicos y comerciales del Temple. Era muy fácil la
asociación: los judíos dedicados a los negocios, a la usura y al cobro
de tributos. Junto a ellos, los templarios, banqueros y, ocasionalmente
también, almojarifes de las rentas reales. Sin embargo, hay al menos una
circunstancia que conduce a pensar en otras razones, una circunstancia
que se ve como fundamental a la hora de calibrar realidades y razones
comerciales y económicas de los templarios, una circunstancia en la que
intervienen nuevamente –aunque parezca mentira–, las razones simbólicas.
«Tu alma ha sido pesada y ha sido encontrada con falta de peso». Podría
tratarse de una frase pronunciada por cualquier Shylock shakespeariano.
Una libra de carne, una libra de alma, ¿qué más da? Y, sin embargo, sí
da. Porque se trata de una de las citas del Libro de los Muertos
egipcio; la pronuncia el dios Toth, el Hermes helenizado por los
seguidores de la magia esotérica egipcia.
Toth Hermes,
el gran maestro del saber y de los primeros conocimientos alquímicos –el
Hermes Trismegisto de la «Tabla de Esmeralda»–, pasó sin esfuerzo al
panteón romano de amplias fauces y fue adoptado sin solución de
continuidad, como divinidad olímpica entre los latinos. Y César, al
conquistar la Galia céltica, encontró una divinidad que fácilmente
identificó con ese Mercurio importado de las creencias orientales.
Sin embargo, con uno u otro nombre, ese dios era Lug, el ser superior
de los ligures precélticos, el maestro de todos los saberes, imposible
de convertir en figura o en imagen antropomórfica. Pero lo importante es
no volver ahora sobre él, sino sobre sus formas a través del tiempo. El
cristianismo lo convirtió, a través de la Biblia, en San Miguel
Arcángel, también pesador de almas y buscador y luchador incansable
contra las fuerzas demoníacas negativas. San Miguel fue devoción
templaria y benedictina a lo largo del siglo XII, se le dedicaron en la
península más iglesias que a ningún otro santo y fue siempre advocación
agraria en la Rioja, en el Ampurdán, en Navarra, en Castilla, y fue
protector tanto de las almas de los muertos como de aquellos que se le
encomendaron en vida buscando el conocimiento ancestral.
Hermes-Mercurio-Toth, tiene en su mano un caduceo compuesto por una
lanza rodeada de serpientes. Era su símbolo de poder, de trasmutación,
de mensaje. Y, ¡atención!, en lengua vasca Hermes es el mensajero, y su
símbolo, el caduceo, es la vara misteriosa y mágica. Una lengua
neolítica, la más antigua conocida en el occidente europeo, la que aún
emplea palabras líticas para designar instrumentos metálicos, conoce a
Hermes y le define precisamente por su función estricta.
Y Hermes-Mercurio-Toth, es heredero onomástico de Lug, el todopoderoso e
innombrable, el vencedor de las serpientes, el ayudante de Perseo
cuando el héroe ha de vencer a Medusa, prestándole sus «sandalias»
aladas.
La herencia de ese Lug fue seguida, paso a paso, por los
templarios a través de Mercurio y bajo la advocación de su heredero
cristiano San Miguel, que también pesa las virtudes y los pecados para
determinar el destino de los muertos. Pero Mercurio-Hermes es, como lo
fue antes Lug, divinidad activa, no ociosa. Y el no-ocio es en lenguaje
inmediato el negocio. El comercio, en su sentido más amplio.
El tesoro templario existía, y en realidad aún existe. Sólo que no se
trata de un tesoro de monedas y piedras preciosas, ni de vasos
materialmente valiosos. Es otro tipo de tesoro, simbólico como tantos
otros símbolos ocultistas que el pueblo ha trasmitido sin conocer el
significado exacto de las palabras.
Es significativo,
tanto en la orden del Temple como en otros muchos aspectos de la
historia oculta, que lo que los investigadores no han querido nunca
reconocer, lo ha proclamado sin más el pueblo y la tradición secular.
Naturalmente, todo lo que el pueblo ha afirmado –o casi todo–, ha sido
sistemáticamente desmentido por los investigadores, por falta aparente
de pruebas materiales o de documentos. Pero en estos casos no se ha
tenido en cuenta algo muy importante en la tradición esotérica: que en
ella los saberes, las prácticas, las órdenes, y en general las
enseñanzas, se han trasmitido siempre oralmente, lo cual imposibilita
que puedan hallarse documentos escritos que jamás existieron.
Sin embargo, hay algunos indicios que son, según el modo en que se vea,
esclarecedores de los fines ocultistas de los templarios. Son indicios
que sobrepasan incluso con creces la fecha de su extinción, y que se dan
precisamente en los lugares donde estuvieron asentados. Son, por
ejemplo, un muy determinado tipo de imágenes religiosas que pueden
considerarse como herencia críptica legada por los caballeros del
Temple, utilizada simbólicamente por los monjes que ocuparon los lugares
que fueron suyos.
Extraído del libro La meta secreta de los templarios, de Juan G. Atienza.
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Los secretos del Templo de Salomón
Todo es un misterio en los inicios de la Orden. El primer enigma, que
no el más importante, es la personalidad de su fundador. Por lo general,
se le conoce como Hugues de Payns. En efecto, generalmente se cree que
había nacido en Payns, a un kilómetro de Troyes, en torno a 1080, en el
seno de una noble familia emparentada con los condes de Champaña. Era
señor de Montigny y habría sido incluso oficial de la Casa de Champaña,
puesto que su firma figura en dos importantes actas del condado de
Troyes. Por la familia de su madre, era primo de San Bernardo. El
hermano de Hugues de Payns habría sido abad de Sainte-Colombe de Sens.
Casado, Hugues habría tenido un hijo al que algunos autores hacen abad
de Sainte Colombe, en lugar de su hermano.
En resumidas
cuentas, se saben muy pocas cosas de este caballero llamado Hugues de
Payns. Se han propuesto otras hipótesis en cuanto a los orígenes de la
familia. Se le han encontrado, entre otros, antepasados italianos en
Mondovi y en Nápoles. Para algunos su nombre real habría sido Hugo de
Pinós y habría que buscar su origen en España, en Bagá, en la provincia
de Barcelona, lo cual estaría documentado por un manuscrito del siglo
XVIII conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid.
También la fundación de la orden, comporta muchas zonas oscuras.
Remitiéndonos en primer lugar a la versión oficial tal como la
transmiten los cronistas de la época.
«Algunos
caballeros, amados de Dios y dedicados a su servicio, renunciaron al
mundo y se consagraron a Cristo. Mediante solemnes votos pronunciados
ante el patriarca de Jerusalén, se comprometieron a defender a los
peregrinos contra los ladrones, a proteger los caminos y a servir de
caballería al Señor de los Ejércitos. Observaron la pobreza, la
castidad y la obediencia. Al comienzo no fueron más que nueve, quienes
tomaron tan santa decisión, y durante nueve años sirvieron con hábitos
seglares y se vistieron con lo que los fieles les daban de limosna. El
rey, sus caballeros y el señor patriarca, se sintieron llenos de
compasión por aquellos nobles hombres que lo habían abandonado todo por
Cristo, y les concedieron algunas propiedades y beneficios para subvenir
a sus necesidades, y para las almas de los donantes. Y porque no tenían
iglesia ni morada que les perteneciera, el rey les dio albergue en su
palacio, cerca del Templo del Señor. El abad y los canónigos regulares
del Templo les dieron, para las necesidades de su servicio, un terreno
no lejos de palacio, y por dicha razón se les llamó más tarde
templarios».
Pero ¿acaso no eran muy pocos nueve
caballeros para guardar los caminos de Tierra Santa? Cabe imaginar, sin
duda, que cada uno de ellos debía de contar con algunos hombres, pajes
de armas o escuderos. Esto era algo muy habitual aun cuando no se
hiciera mención de ello.
Lo que no quita que los
comienzos fueron muy modestos y que los primeros templarios no debieron
de poder desempeñar la misión a la que se suponía se habían consagrado.
Prácticamente desprovistos de medios, no podían hacer gran cosa. La
lógica hubiera querido, que tratasen de reclutar más hombres a fin de
cumplir mejor su misión. Era indispensable. Y sin embargo, no hicieron
nada de eso. Evitaron incluso cuidadosamente, durante los primeros años,
que su pequeña tropa aumentara.
Todo ello es algo que
no se sostiene y el papel de policía de caminos se revela, en tales
condiciones, como una mera tapadera para enmascarar otra misión que
debía permanecer secreta. Tal vez gracias a la llegada de Hugues de
Champaña se pueda comprender un poco mejor lo que sucedió.
En 1104, tras haber reunido a algunos grandes señores, uno de los
cuales estaba en estrecha relación con el futuro templario André de
Montbard, Hugues de Champaña partió para Tierra Santa. Tras volver
rápidamente (en 1108), había de regresar en 1114 para tomar el camino de
vuelta a Europa en 1115, y hacer donación a San Bernardo de una tierra
en la que éste mandó construir la abadía de Clairvaux.
En cualquier caso, a partir de 1108, Hugues de Champaña había mantenido
importantes contactos con el abad de Citeaux: Étienne Harding. Ahora
bien, a partir de dicha época, aunque los cistercienses no fueron
habitualmente considerados como hombres consagrados al estudio –al
contrario que los benedictinos–, he aquí que se pusieron a estudiar
minuciosamente algunos textos sagrados hebraicos. Étienne Harding pidió
incluso la ayuda de sabios rabinos de la Alta Borgoña. ¿Qué razón había
para generar un entusiasmo tan repentino por los textos hebraicos? ¿Qué
revelación se suponía que aportaban tales documentos para que Étienne
Harding pusiera de esta manera a sus monjes manos a la obra con la ayuda
de sabios judíos?
En este contexto, la segunda estancia
de Hugues de Champaña en Palestina, pudiera interpretarse como un viaje
de verificación (cabe imaginar que unos documentos encontrados en
Jerusalén o en los alrededores fueron traídos a Francia). Tras ser
traducidos e interpretados, Hugues de Champaña habría ido entonces ya en
busca de una información complementaria, ya a comprobar el fundamento
de las interpretaciones y la validación de los textos.
Por otra parte, se sabe el importante papel que había de desempeñar San
Bernardo, protegido de Hugues de Champaña, en la política de Occidente y
en el desarrollo de la Orden del Temple. Le escribió a Hugues de
Champaña, respecto a su voluntad de permanecer en Palestina:
«Si, por la causa de Dios, has pasado de ser conde a ser caballero, y
de ser rico a ser pobre, te felicitamos por tu progreso como es justo, y
glorificamos a Dios en ti, sabiendo que éste es un cambio en beneficio
del Señor. Por lo demás, confieso que no nos es fácil vernos privados de
tu alegre presencia por no sé qué justicia de Dios, a menos que de vez
en cuando gocemos del privilegio de verte, si ello es posible. Lo que
deseamos sobre todas las cosas».
Esta carta del santo
cisterciense, demuestra hasta qué punto los protagonistas de esta
historia están vinculados entre sí y por lo tanto, son capaces de
conservar el secreto en el cual trabajan. Además, el propio San
Bernardo, está él mismo muy interesado en algunos antiguos textos
sagrados hebraicos. En cualquier caso, parece que Hugues de Champaña
hubiera considerado las revelaciones lo suficientemente importantes como
para justificar su instalación en Palestina. Entró en la Orden del
Temple y no abandonó ya Tierra Santa, donde murió en 1130.
¿Quién querrá hacer creer que repudió a su mujer y lo abandonó todo,
simplemente para guardar caminos con gentes que no querían que nadie les
prestara ayuda? Habría que ser verdaderamente ingenuo, por más que se
considere que la fe puede ser motivo de muchas renuncias. ¿No se trataba
más bien de ayudar a los templarios en la verdadera tarea que les había
sido confiada y que Hugues de Champaña tenía buenas razones para
conocer?
Todo iba a acelerarse. La Orden del Temple no
fue creada oficialmente hasta 1118, es decir, veintitrés años después de
la primera cruzada, pero no fue hasta 1128, el 17 de enero, cuando la
orden recibió su aprobación definitiva y canónica por medio de la
confirmación de la Regla.
Cabe pensar, que los
documentos verosímilmente traídos de Palestina por Hugues de Champaña
(que los había descubierto, sin duda, en compañía de Hugues de Payns) no
dejaban de tener relación con el emplazamiento que posteriormente fue
asignado como alojamiento de los templarios.
El Templo de Salomón
El rey de Jerusalén, Balduino, les concedió como alojamiento unos edificios situados en la antigua ubicación del Templo de Salomón. Bautizaron el lugar como alojamiento de San Juan. Había sido preciso desalojar a los canónigos del Santo Sepulcro que Godofredo de Bouillon había instalado primero allí. ¿Por qué no se buscó más bien otra morada para los templarios? ¿Qué necesidad imperiosa había para ofrecerles por albergue dicho lugar concreto? La razón, en cualquier caso, no tiene nada que ver con la policía de caminos.
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Reconstrucción artística del Templo de Salomón.
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El subsuelo estaba formado por lo que se conocía como las caballerizas
de Salomón. El cruzado alemán Juan de Wurtzburgo, decía que eran tan
grandes y maravillosas que se podía albergar en ellas a más de mil
camellos y mil quinientos caballos. Sin embargo, se las destinó
íntegramente para los nueve caballeros del Temple que se negaban en
principio a reclutar a más gente. Las desescombraron y las utilizaron a
partir de 1124, cuatro años antes de recibir su Regla y de dar comienzo a
su expansión. Pero ¿únicamente las utilizaban como caballerizas o se
practicaban en ellas discretamente excavaciones? Y, en tal caso, ¿qué
estarían buscando?
Uno de los manuscritos del Mar Muerto
encontrado en Qumran y descifrado en Manchester en 1955-1956, citaba
gran cantidad de oro y de vajilla sagrada que formaban veinticuatro
montones enterrados bajo el Templo de Salomón. Pero en la época de los
templarios, tales manuscritos dormían en el fondo de una cueva y, aun
cuando se pueda imaginar la existencia de una tradición oral a este
respecto, cabe pensar que las búsquedas se enfocaron más bien hacia
textos sagrados o hacia unos objetos rituales de primera importancia que
hacían vulgares a los tesoros materiales.
¿Qué pudieron
encontrar en aquel lugar y, antes que nada, qué se sabe respecto a este
Templo de Salomón del que tanto se habla? Al margen de las leyendas,
muy poca cosa: ningún rastro identificable por los arqueólogos, sino
básicamente unas tradiciones transmitidas a lo largo de los siglos y
algunos pasajes de la Biblia.
Fue sin duda edificado
hacia el año 960 antes de Cristo, al menos en su forma primitiva.
Salomón, que deseaba construir un templo a mayor gloria de Dios, había
establecido unos acuerdos con el rey fenicio Hiram, que se había
comprometido a proporcionarle madera (de cedro y de ciprés). Éste le
enviaría también trabajadores especializados: canteros y carpinteros
reclutados en Guebal, donde los propios egipcios tenían por costumbre
reclutar a su mano de obra cualificada.
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Fragmento del Muro de las Lamentaciones. De fondo se puede observar la Cúpula de la Roca.
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Pero cuando los templarios se instalaron en su emplazamiento, no
quedaba ya del Templo más que un fragmento del Muro de las Lamentaciones
y un magnífico pavimento casi intacto. En su lugar se alzaban dos
mezquitas: Al-Aqsa y la mezquita de Omar. En la primera, la gran sala de
oración fue dividida en habitaciones para servir de alojamiento a los
templarios. Ellos añadieron nuevas construcciones: un refectorio,
bodegas y silos.
El Arca de la Alianza
Los templarios parecen haber hecho en esos lugares interesantes descubrimientos. Si bien la mayor parte de los objetos sagrados habían desaparecido en el momento de las diversas destrucciones, y principalmente durante el saqueo de Jerusalén por Tito, hubo uno que, aún habiéndose volatilizado, no parecía haber sido sacado de allí. Ahora bien, había sido para albergar dicho objeto por lo que Salomón hizo construir el Templo: el Arca de la Alianza que guardaba las Tablas de la Ley. Una tradición rabínica citada por Rabbí Mannaseh ben Israel (1604-1657), explica que Salomón habría hecho construir un escondrijo debajo del propio Templo, a fin de poner a buen recaudo el Arca en caso de peligro.
Este Arca, se presentaba bajo la forma de un
cofre de madera de acacia de dos codos y medio de largo (1,10 m) por un
codo y medio de ancho (66 cm), y otro tanto de alto. Tanto interior
como exteriormente, las paredes estaban recubiertas de panes de oro. El
cofre se abría por arriba mediante una tapa de oro macizo, encima de la
cual figuraban dos querubines de oro batido que estaban uno enfrente del
otro, con las alas replegadas y tendidas la una hacia la otra.
Tenía unas anillas fijas, que permitían introducir unas barras
–recubiertas también de oro–, para transportar el Arca. Por último,
sobre la tapa, entre los querubines, había una chapa de oro. Este
kapporet estaba considerado por los judíos como el «trono de Yavé». Se
hace referencia a él en el Éxodo, donde Yavé dice a Moisés:
«Allí me revelaré a tí y desde lo alto del propiciatorio, del espacio
comprendido entre los dos querubines». ¿Qué quiere decir esto? No queda
más remedio que clasificarlo dentro del misterioso epígrafe de los
objetos llamados de culto, cuya función nos es desconocida. Los
querubines alados parecen sugerir unos «hombres voladores», unos
«ángeles» intermediarios entre los hombres y los dioses. Me abstendré
por mi parte, de dar cualquier parecer acerca de esta cuestión, pero
tampoco me atrevería a rechazar a priori ninguna hipótesis, toda vez que
no se ha aportado ninguna explicación totalmente convincente, y no
resultará sin duda fácil explicar por qué el Arca estaba construida a
modo de un condensador eléctrico.
Como ya se ha visto,
no parece que el Arca hubiera sido robada con ocasión de alguno de los
diferentes saqueos o por lo menos, de ser cierto, fue recuperada, según
los textos. Su desaparición por medio de un robo habría dejado numerosos
rastros, tanto en los textos como en la tradición oral.
Louis Charpentier nos recuerda:
«Cuando Nabucodonosor tomó Jerusalén, no se hace ninguna mención al
Arca entre el botín, hizo quemar el Templo en 587 antes de Cristo». A
Charpentier no le cabe ninguna duda acerca de ello: el Arca permaneció
en su sitio, oculta bajo el Templo, y los templarios la descubrieron.
Pensemos también en la construcción del Templo que Salomón confió al
maestro Hiram. El arquitecto, según la leyenda, murió a manos de unos
compañeros celosos, a quienes había negado la divulgación de
determinados secretos. Como consecuencia de la desaparición de Hiram,
Salomón envió a nueve maestros en su busca. Nueve maestros, como los
nueve primeros templarios, en busca del arquitecto de los secretos.
Satanás prisionero
Examinemos aún otra posibilidad, por más descabellada que ésta sea. Según el Apocalipsis de San Juan, desde que fuera derrotado y expulsado del cielo con los ángeles caídos, Satanás está encadenado en los abismos. Ahora bien, afirma la tradición que este abismo tiene unas salidas y que éstas se hallan obturadas. Una de ellas se encontraría precisamente sellada por el Templo de Jerusalén. El alojamiento de los templarios habría estado así situado en un lugar de comunicación entre diferentes reinos, característica común con la del Arca de la Alianza. Era un punto de contacto tanto con el cielo como con los Infiernos: uno de esos lugares sagrados siempre ambivalentes, consagrados tanto al bien como al mal. En suma, un ámbito de comunicación ideal del que los templarios se habrían convertido en guardianes.
Asimismo, se cuenta, que el Templo de Salomón había estado precedido en
ese emplazamiento por un templo pagano consagrado a Poseidón. Se ignora a
menudo, que Poseidón no se convirtió en dios del mar más que
tardíamente. Con anterioridad, tenía rango de Dios supremo y no fue sino
con la llegada a Grecia de los indoeuropeos cuando Zeus se hizo con el
liderazgo de las divinidades.
Poseidón había sido, desde
los tiempos de los pueblos pelasgos, el Dios creador, demiurgo que
tenía un vínculo privilegiado con las aguas madres saladas. Era el gran
sacudidor de las tierras, señor de las potencias telúricas y, en ciertos
aspectos, próximo a Satanás.
Los templarios encargados
de custodiar los lugares por los cuales Satanás habría podido evadirse
de la prisión que le fue atribuida en la noche de los tiempos, es algo
que le parecerá sin duda grotesco a más de un lector moderno, pero que
sería conveniente resituar en las creencias de la época. Y luego, nunca
se sabe... Tanto más cuanto que Salomón hizo también erigir unos
santuarios para unas «divinidades extranjeras». Consagró en particular
unos templos a Astarté, «la abominación de los sidonios» y a Milkom, «el
horror de los amonitas». El «dios celoso» de Israel debió de sufrir por
ello. ¿No hacía con ello Salomón sino ceder a las presiones de sus
numerosas concubinas extranjeras? Si actuó así para halagarlas, ¿qué no
haría en recuerdo de la reina de Saba, cuyo reino sin duda se puede
situar en el Yemen? Los dioses del país de Balkis, en su mayor parte,
olían fuertemente a azufre.
¿Qué encontraron allí?
En resumen, puede considerarse como una certeza casi absoluta, el hecho de que Hugues de Payns y Hugues de Champaña descubrieron documentos importantes en Palestina entre 1104 y 1108.
Estos
hallazgos estuvieron, sin duda, en la base de la constitución del grupo
de los nueve primeros templarios y deben ser vinculados, a la decisión
de darles por residencia el emplazamiento del Templo de Salomón.
Allí, efectuaron excavaciones. No era cuestión, en esta fase, de
aumentar sus efectivos, por obvias razones de secreto. Sus búsquedas
debieron de llevarles a encontrar algo realmente importante, al menos a
sus ojos. A partir de ese momento, la política de la orden cambió. ¿Qué
habían encontrado? ¿El Arca de la Alianza? ¿Una manera de comunicarse
con potencias exteriores: dioses, elementos, genios, extraterrestres u
otra cosa? ¿Un secreto concerniente a la utilización sagrada y, por así
decirlo, mágica de la arquitectura? ¿La clave de un misterio ligado a la
vida de Cristo o a su mensaje? ¿El Santo Grial? ¿El medio de reconocer
los lugares donde la comunicación, tanto con el cielo como con los
Infiernos, es facilitada, aún a riesgo de liberar a Satanás o a Lucifer?
Uno diría estar frente a una narración de H. P. Lovecraft, ciertamente.
Pero tales cuestiones, por más que no sean racionales, se plantean
imperiosamente en el contexto de la época.
Extraído del libro La otra historia de los templarios, de Michel Lamy.
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