Alejandro de Moreno Arteaga
Sigillum Templi
Resulta evidente cómo los templarios pudieron ser considerados a todos los efectos hombres del medievo, con los méritos y los defectos de sus contemporáneos. Pero a diferencia de estos últimos, que reconocían la propia identidad en las tres categorías de los oratores, bellatores y laboratores, ¿quiénes eran los templarios?
Una vez ingresaban en el Temple, con la profesión del voto de castidad, estos ex caballeros errantes sin gloria ni patria, aunque convertidos en superiores a los caballeros laicos, militando para el Rey de Reyes, o sea, para Cristo, se sentían disminuidos en su naturaleza originaria, en profunda crisis de identidad: ¿Qué eran? ¿Monjes o combatientes? ¿Cistercienses militarizados o laicos que habían profesado los votos? Seguramente ambas cosas. Como dice San Bernardo al término de su Elogio a la nueva milicia (Ed. Siruela): «Dudo en llamarles monjes o caballeros. ¿Cómo mejor designarlos sino dándoles ambos nombres al mismo tiempo, desde el momento en que no les falta ni la bondad del monje ni el valor del caballero?».
Fuerzas contrapuestas
A pesar de ello, los primeros templarios sentían dos fuerzas contrapuestas agitarse dentro de sí: la violencia y la destreza con las armas, típicas del caballero laico (el mismo despreciado por San Bernardo en su Elogio), y la meditación y la oración propias del monje cisterciense. Pero si al primero le faltaba una dama que cortejar, al segundo ésta le estaba prohibida, con todas las consecuencias que dicha falta pudiera conllevar.
Así como se había encontrado una escapatoria al hecho de que un religioso pudiese matar, también en este caso se llegó a una solución más que satisfactoria.
Con la creación de la Orden del Temple, de pobres caballeros errantes, carentes de todo recurso, se habían ciertamente convertido en caballeros de Dios. Pero en este salto cualitativo, por una parte habían conquistado una dignidad, un prestigio y una riqueza no individual, pero sí colectiva), y por otra habían perdido una de las características principales del auténtico caballero: una dama a la que dedicar sus propias empresas y a la cual tributar amor.
Por otra parte, antes de entrar en la Orden, los templarios habían sido educados no sólo para el combate y el conocimiento de las armas: ellos habían vivido en el propio castillo o en el del señor al que habían sido confiados, castillo donde habían tenido la ocasión de conocer la «vida de la corte». Ante la insinuación encendida en las largas tardes de otoño o en el fresco verano de un jardín lujurioso de plantas y flores, trovadores y juglares cantaban lánguidas canciones de amor dedicadas a las damas presentes, o hacían narraciones sobre la búsqueda del Grial y de las aventuras de los míticos y heroicos caballeros del Rey Arturo y de La Tabla Redonda. Gawain, Lancelot, Parsifal, Tristán…, se convertían así, para aquellos jóvenes iniciados en la caballería, en ejemplos a imitar una vez llegados a la mayoría de edad, mientras Ginebra e Isolda representaban el ideal de mujer a la cual dedicar la victoria en un torneo o en un combate, batiéndose con su velo envuelto en torno al brazo o sobre el yelmo.
Carácter ascético
Los comienzos de la vida de la Orden estuvieron marcados por un carácter ascético y espiritual de los personajes que habían contribuido a su nacimiento: Hugues de Payns, Geoffroy de Saint-Omer, San Bernardo de Claraval y otros, provenían de la Francia septentrional y oriental, opuestas al misticismo de los grandes movimientos religiosos de Cluny y Cîteaux. Con la muerte de Hugues y la elección como gran maestre de Robert de Craon, se produjo una meridionización de la Orden, con una fuerte influencia del espíritu caballeresco proveniente de Provenza y del Languedoc, tierra donde había nacido y se había desarrollado la gran cultura trovadoresca del «amor cortés».
Partiendo de la naturaleza misma de los templarios (laica y religiosa) se llegó a la solución del problema, identificando en la Virgen María ese ideal femenino que pudiera unir al hombre de iglesia con el hombre de guerra. No había nada anómalo en esto: en el fondo los templarios eran «soldados de Cristo» y por lo tanto podían muy bien dedicar la propia vida y también el amor a la dama por excelencia, la madre de su señor y patrón. Si los caballeros laicos tenían una dama, ésta, por más bella que pudiera ser, jamás podría eclipsar a María, la dama celeste, purísima como el ideal del Temple. Y se puede afirmar que el culto rendido por los templarios a «Nuestra Señora Santa María» no es más que la exaltación del amor más carnal del trovador por su dama.
La devoción mariana de los templarios queda bien demostrada por las numerosas iglesias dedicadas a Santa María del Temple y por la cantidad de oraciones que se le dirigían a diario. También durante la ceremonia de ingreso en la Orden, las promesas del caballero postulante se efectuaban a Dios y a la Virgen María, casi como si se tratase de una pareja de soberanos terrenales. Posiblemente, fue el mismo san Bernardo de Claraval, padre espiritual de la Orden, quien dio vida a dicho culto porque él mismo se sentía «un auténtico caballero de María» y la consideraba su señora en el sentido caballeresco del término. No es casual que la Regla dijera así: «Nuestra Señora estuvo en el comienzo de nuestra religión, y en su honor, si a Dios place, estará también en el final de nuestra religión y de nuestras propias vidas». Pero esta devoción mariana no sirvió solamente para completar la imagen del templario, haciéndolo sentir caballero de Dios a todos los efectos, sino que con el paso del tiempo incidió profundamente en los comportamientos generales de la Orden: el título mayormente atribuido a las casas y a las iglesias del Temple era ‘;Santa María’. El gran número de propiedades dedicadas a la Virgen no nos impresiona, considerando el amor y la devoción particular que ellos le tributaban. En Italia recordamos las casas de Alba, Susa, Asti, Casale Monferrato, Milán, Brescia, Bolonia, Piacenza y muchas otras. Pertenecían al Temple también Santa María Inconia de Padua, Santa María de Isana o Santa María dell’Aventino en Roma.
Las vírgenes negras
Muchos escritores han hablado de una particular relación entre los templarios y las vírgenes negras. De hecho, este culto floreció en los siglos XII y XIII, en pleno periodo templario. Estas estatuas originales representaban a la Madre de Dios con la tez de color oscuro y, probablemente, los escultores medievales iniciados, empleando madera negra, quisieron expresar que la Virgen Negra es la prolongación cristianizada de un antiquísimo culto, el nexo entre la virgen cristiana y las antiguas diosas paganas de la fecundidad, la síntesis de una visión religiosa universal.
Hay quienes han interpretado la diversa coloración de estas imágenes con el hecho de que, haciendo referencia a la fertilidad y por lo tanto a la Gran Madre Tierra, pudiesen representar el color oscuro de la tierra fértil, o sea, virgen, la que da los mejores frutos. Estas eran concepciones de antiquísimas civilizaciones que la religión cristiana había tomado como propias. Baste pensar en las Vírgenes de la Leche o las llamadas Vírgenes de la Espiga, o las representaciones de la Vírgenes con el Niño, todas denominaciones relacionadas con el concepto de procreación.
Probablemente, los templarios heredaron esta forma de culto de los antiguos ritos de la Francia septentrional que evolucionaron gracias a la influencia ejercida en la Orden Templaria por san Bernardo de Claraval, considerado como «el último de los druidas», esto es, el último sacerdote celta.
Lugares de culto
Son muchos los ejemplos de la presencia templaria en los lugares donde la devoción por las vírgenes negras, o por un culto de la fertilidad, tuvieron mayor relevancia: Santa María de Carbonara, en Viterbo, donde se veneraba una imagen oriental de María con el Niño, considerada patrona de los jóvenes esposos (y, por lo tanto, de la procreación); la Madonna del Monte Tronchillo, en Pescasseroli; la Madonna de San Severo; Santa María della Sorresca, en Sabaudia, cuyo nombre vendría de surrexit, o sea, de «resurrección». Pero, entre todas, la más importante es, sin duda, la Madonna de Loreto, en Las Marcas: fue aquí donde, según se sabe por recientes estudios, los templarios transportaron la casa de Nazaret, probablemente financiados por la familia bizantina de los Ángeles (detalle del que derivaría la «pía creencia» de la traslación de la Santa Casa efectuada por seres sobrenaturales: los ángeles, precisamente).
A la caída de San Juan de Acre, el 28 de mayo de 1291, siguió la consiguiente pérdida de la Tierra Santa. Todos los cristianos, combatientes o no, fueron obligados a marcharse; quien pudo, regresó a su lugar de origen. La Orden del Temple se trasladó a Chipre, donde poseían muchas propiedades. Pero antes de refugiarse en otra parte, es inimaginable que los caballeros templarios hubieran permitido que la «Santa Casa» de María, de su amada Señora, cayese en manos de infieles. Por otra parte, Nazaret estaba muy próxima a la fortaleza templaria de Athlit, de la cual partían las escoltas militares para la defensa de los peregrinos que visitaban la Santa Casa. En esta fortaleza se encontraba tanto el personal como los medios necesarios para desmontar piedra por piedra el pequeño edificio y ponerlo a salvo en Italia, con las naves del Temple. Todo esto nos demuestra lo fuerte que era el vínculo entre la Orden del Temple y la devoción mariana. Incluso desde las profundidades de las cárceles francesas, entre torturas y sevicias, los caballeros no dejaban de invocarla: «Santa María, madre de Dios, muy pía, gloriosa, Virgen preciosa, te esperamos oh consoladora. María, estrella del mar, condúcenos al puerto de la salvación…».
El final del Temple
La supresión del Temple supuso la diáspora de los numerosos caballeros que no fueron hechos prisioneros y condenados a cadena perpetua por los inquisidores. Muchos templarios ingresaron en diversas órdenes religiosas, especialmente en la cisterciense; otros, sobre todo los que pretendían perpetuar los objetivos militares del Temple, fueron a engrosar las filas de las otras órdenes militares. Los templarios que permanecieron en la clandestinidad, para poder vivir se valieron de sus aptitudes como combatientes y se convirtieron en bandoleros o mercenarios. Fue este el final, poco glorioso, de una Orden que había representado para la sociedad medieval el ideal caballeresco cantado por los trovadores, un ideal quizá muerto para siempre
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